CULTURA
Proyecto nacional

Literatura y Estado

Con nombres esenciales que son testimonios de una época -Alberdi, Macedonio, Martinez Estrada, Fogwill, Viñas, Lamborghini, Piglia o Cohen-, la pregunta por el ser y acontecer de la literatura nace necesariamente como correlato del estado, ambas ficciones esenciales -o casi- para comprender el destino, las limitaciones y los alcances de un apetito, una vocación y un territorio.

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Literatura y estado. | pablo temes

Decía David Viñas que la literatura argentina se justifica como la historia de un proyecto nacional. A contraluz la traza del Estado, si nación no es sino comunidad imaginada, artefacto cultural garante del lazo entre población, territorio y soberanía. El Estado argentino se consolidó pensándose a sí mismo a través de la ficción. Desde Echeverría y Sarmiento a Cané y Lugones, la literatura figura, difunde, instituye formas de Estado y socialidad, es decir, de gubernamentalidad. Un engranaje fundacional e instrumental que contempla el diseño de un desierto para la nación, preparando el terreno para la conquista y el exterminio; las letras gauchas y sus límites de ciudadanía acordes a la demanda de fuerza laboral; el moldeado de cuerpos del delito análogos a la oleada inmigratoria.

El siglo XX y la agitación política llevan el proyecto liberal a su propio atolladero, incapaz de dar plena ciudadanía y contener a las masas. A la par, la endogámica literatura argentina se abre a nuevos públicos, autores y modos de mercado. Tambalea una relación de privilegio e irrumpe una pulsión por proyectar formas de Estado desviadas, alternativas, excéntricas. Novelas que ante cada giro histórico del Estado-nación ficcionalizan sistemas de representación política, instituciones, relaciones de producción e intercambio. A continuación, un recorrido posible por ficciones de Estado contestatarias a las prácticas y discursos instituidos.

El precursor: Alberdi. El ideólogo marginado de la Argentina liberal escribe en 1871 Peregrinación de Luz del Día. Sátira de un proyecto traidor a su ideario original, Alberdi no invierte civilización y barbarie sino que las torna indistinguibles. Ve la actualidad política como un baile de máscaras, un Estado tomado por la ficción donde libertad y progreso son palabrerío encubridor de intereses privados. Peregrinación retrata el devenir déspota de Don Quijote en América. Admirador de San Martín y Bolívar, se toma a pecho sus nuevas lecturas y declara una estancia patagónica como Estado libre y republicano de Quijotanía. Percibe su rebaño de corderos como ciudadanos capaces de erigirlo gobernador, porque “una democracia de animales tímidos es una mina de oro” y “una máquina productiva del poder de nuestro gobierno”. La ficción de Estado de Alberdi denuncia la escisión, en sus propios términos, entre libertad y gobierno, la apropiación de los mecanismos republicanos por un aparato corporativo de acumulación. Ubica el germen del desvío en la glorificación del militarismo independentista, ahora traducido en dominación oligárquica interna: “América del Sud no tendrá libertad sino cuando esté libre de sus libertadores y liberales de espada”.

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Si eventos como el ascenso del radicalismo o la Semana Trágica resquebrajan la ciudad señorial, Macedonio Fernández apunta la irrupción contemporánea de la vanguardia, en su doble vertiente política y artística. Alrededor de 1925, Museo de la Novela de la Eterna presenta un círculo liderado por El Presidente y reunido en su estancia suburbana La Novela. Planean invadir y novelizar lúdicamente Buenos Aires, conquistar la ciudad “para la belleza” con una serie de happenings avant la lettre. El Presidente asume el gobierno y subvierte la herencia mítico-iconográfica de la Argentina liberal, reescribe hitos históricos y renombra “plazas y parques con los nombres de las máximas vivencias humanas, sin apellidos; calles de la Novia, el Recuerdo, el Infante, el Retiro, la Esperanza, el Silencio, la Paz”. En su asalto desde La Novela hacia Buenos Aires, la vanguardia de Macedonio tematiza y desata la producción de ficciones de Estado. Apuesta a la asincronía entre Estado y literatura como reclamo de potencia política: inconclusa y póstuma por definición, perpetuamente recomenzada en infinitos prólogos, Museo de la Novela resiste las prebendas y peligros de la trascendencia, sea esta la concentración del poder político o la clausura del sentido textual.

Al punto de la postración psicosomática, Martínez Estrada corporiza el quiebre entre intelligentsia y funcionariato que signa la cultura del primer peronismo. Novela póstuma del profeta resentido ante el escenario post 55, Conspiración en el país de Tata Batata es una ficción de Estado totalizadora: no hay centímetro social en este país, ambientado a fines de los 50 en una inconcebible geografía sudamericana, que escape al alcance de un Estado hipertrófico. Tata Batata es patriarca fundacional, ocho veces gobernador, promiscuo e ídolo de masas, progenitor universal de las instituciones del régimen y una descendencia que “vincula por parentesco sanguíneo o colateral a toda la población de la provincia, evitando con ello la infiltración de elementos indeseables y foráneos”. La dinastía batatista alimenta una burocracia autotélica que absorbe la fuerza laboral por entero en dependencias como el Tribunal de Penas por Daños Intencionales contra el Estado. Por debajo, un circuito cerrado de chismes corroe las estructuras de este Estado omnisciente. Ludopatía, estafas, adulterio, incesto, nada escapa a un cotilleo que hace del tejido social una red inagotable de conspiraciones político-domésticas. El narrador se planta a cierta distancia irónica; apela al sobreentendido y la complicidad chismosa del lector, encargado de trazar analogías históricas y traducir el reverso ominoso del habla batatista. Por ejemplo, el régimen político se define como “sistema de carrousel”, con golpes militares rutinarios cada seis o doce meses que estimulan un clima de especulación y hasta corredores de apuestas: “Los verdaderos dueños del país, los patriotas, eran tanto los que caían como los que trepaban. Nadie había perdido nada; nadie perdería nada; nadie dejaría de ganar”.

Fogwill escribió a la contra. Cada escala en su obra es un corte en la circulación social del discurso, poniendo frente al disenso permitido un quantum de verdad insoportable, leído a contramarcha de la lengua biempensante. En su prólogo de 2008 a Un guion para Artkino, declara haber escrito la novela en plena dictadura, cuando se propuso interrogar “la condición del escritor en la opresiva Argentina”. Narra como diario íntimo las desventuras del camarada Fogwill, secretario de Organización de la Sociedad de Autores y Escritores en la Argentina Soberana, Soviética, Libre, Justa, Proletaria y Socialista. Esta ucronía es una ficción de Estado asfixiante, que absorbe y superpone los dominios del arte, la vigilancia y la administración. Favorecido con secretaria, automóvil de lujo y dacha de veraneo en Pilar, el camarada Fogwill declara que “el arte revolucionario debe crear y generar sus propios caminos”, aproximarse con conciencia patriota y proletaria a “las contradicciones no antagónicas de nuestra sociedad para contribuir a mejorarla”. Extralimitación subjetivista: se lo somete a proceso, acusado de anárquico-trotskizante. Exiliado en New Cork y con “empleo simbólico” en la Sociedad de Escritores Libres de América, sufre esterilidad creativa e insatisfacción por encontrarse en una supuesta “sociedad mejor”, proviniendo de otra supuesta “sociedad mejor”. Quien cede en las palabras termina por ceder en las cosas: Fogwill escucha el fraseo intelectualista de los 70: no es hermeneuta ni desenmascara sentidos velados, sino que torsiona las modulaciones del decir y el síntoma irrumpe en la dimensión táctil del discurso. Caído en desgracia, su álter ego personifica el desencuentro entre escritura y literatura cuando esta deviene política de Estado, a izquierda y derecha de la Argentina Soviética. Tras calificar su obra de “sucesión de fracasos”, publica el diario para testimoniar la “transacción entre lo que se puede decir y lo que no se puede decir, o entre lo que se debe y no se debe decir, o entre lo que se puede pensar y lo que no se puede pensar”.

Escrita no por casualidad en 1983, Tadeys, de Osvaldo Lamborghini, es una ficción de Estado despótica, sádica, totalitaria. La Comarca es un país de ubicación inverosímil cuyo poderío descansa en la explotación del mamífero tadey. Tres instituciones estatales de control y normalización: el primer ministro Dam Vomir, el psiquiatra Ky y el director de prisión y contrainteligencia Jonas Hien. Su sueño de la razón alumbra el proyecto Minones, un buque-cárcel de “amujerear”, esto es, convertir “machitos violentos” en “damitas deliciosas”. Parental advisory: escenas explícitas de crueldad, violencia, tortura, asesinato, sexo, violación, sodomía, incesto, pederastia. Modelo siglo XX aunque la narración adelanta en retroceso. Desde un presente capitalista hasta una suerte de comunismo primitivo, llega al primer encuentro entre especies, cuando el tadey –“mono lampiño”, caníbal, ninfómano y sodomita– se fascina ante el tamaño desproporcionado del falo humano. La novela rastrea a contramano la desmaterialización progresiva del tadey: primero objeto de placer anal, luego de riqueza, deviene significante y termina por denominar la moneda nacional y la clase social dominante. Tadeys rebobina la genealogía de un poder estatal fetichizado, escarba en el sistema de producción e intercambio hasta reponer la carnalidad de un goce originario, masoquista y sodomita: “Y cuando lo tienen clavado al pobre tadey, loco de contento, le cortan fácil la yugular”. En la base material de La Comarca, Estado y víctima gozan: “el Estado absoluto Espejo, y el individuo que en él se sumerge, también absoluto, absolutamente”. Si la literatura argentina comienza como una violación, Lamborghini desmetaforiza El matadero y lo pone a producir a ras del texto. La letra lamborghiniana no admite interpretación: tal como la institución estatal en el cuerpo, se inscribe literal y materialmente en la página, boicoteando toda pretensión de leer alegoría o moraleja –mucho menos moralismo–.

La verdad tiene estructura de ficción. El aforismo inaugura el aparato crítico de Piglia con un antagonismo fundacional entre Estado y literatura. Mientras el Estado es el “gran conspirador”, se sirve de la ficción para “hacer creer” e imponer la lógica de lo posible, es decir, garantizar el orden social, la literatura opera un “complot contra el complot”: es inactual, apuesta a lo imposible, su ficción viene a decir que la única verdad no es la realidad. La ciudad ausente delinea una Buenos Aires distópica, sci-fi militarista a mediados de los 90, sitiada por una dictadura que se ha perpetuado al monopolizar la información y reescribir una “realidad imaginaria”. Una ficción de Estado paranoica, donde “nadie decía nada” y “todo quería decir otra cosa”, con eje en la vigilancia comunicacional: “El Estado argentino es telépata, sus servicios de inteligencia captan la mente ajena, se infiltran en el pensamiento”. Junior es periodista y entra en contacto con la resistencia clandestina, recibe y difunde relatos alternativos producidos por la “máquina de Macedonio”, una autómata con que Macedonio Fernández ha perpetuado la memoria de su esposa fallecida. A partir de un recuerdo inicial de Elena, se retroalimenta de literatura y datos contextuales, y articula variaciones de un relato potencialmente infinito: “El sentido futuro de lo que estaba pasando dependía de ese relato sobre el otro y el porvenir. Lo real estaba definido por lo posible”. Frente a la lógica (masculina) de Estado, el desvarío (femenino) del sentido: la máquina hace de la voz de la mujer ausente una productividad discursiva que escapa al control policial. Resistir es entonces releer un resto en el circuito social de la ficción, reescribirlo y lanzarlo al futuro. Hecha la trampa: tal proliferación de lecturas de lecturas y escrituras de escrituras se ancla a la figura autorreferencial del crítico literario. Solo Junior, o Piglia, lector enterado, puede descifrar la potencia política de una literatura por definición abierta a una alegoría más.

Marcelo Cohen define la “prosa de Estado” como un dispositivo de sujeción lingüística donde “todo tiene ya su lugar” y “todo significa”. El proceso de producción y circulación del capital a nivel de la lengua: tras la oferta ilimitada de eslóganes, el moldeado de la vida social a fin de perpetuar lo mismo. El testamento de O’Jaral retrata una metrópoli posindustrial y posutópica, familiar a la Latinoamérica neoliberal con visos de fantasía científica: “El Estado sabía que la duración de la democracia concentracionaria dependía de los consumidores, y con los que no podía incorporar al consumo nunca sabía bien qué hacer, y en el fondo soñaba con exterminarlos”. Una ficción de Estado massmediática y totalitaria, en calles invadidas por pantallas de publicidad y adoctrinamiento. O’Jaral es un eremita estoico, de oficio traductor, dedicado a cultivar conocimiento y una individualidad intransigente. Su programa naufraga al aventurarse en la ciudad y verse cercado por una guerra de guerrillas informacional: Los de Arriba de Todo difunden progreso y confort, la insurgencia clandestina sabotea e interfiere. Insatisfecho ante una oposición política reducida a contrapunto administrado y capitalizable, dice O’Jaral: “Hay que inventar otra forma de conversar o de ordenar, hace falta una visión distinta… inefable”. Su fuga es el despojo del cuerpo y el saber acumulado; entregado a peripecias absurdas, pierde visión, movilidad, memoria y dominio de la palabra. Su muerte coincide con el punto final de la novela y es a la vez promesa de recomienzo: “Se va a morir en el próximo punto, para renacer como traductor, como intérprete, como lo que fue tantas veces, antes de que llegue el punto siguiente”. O’Jaral busca rozar un instante más allá del lenguaje para luego decir de un modo que no se haya dicho antes. En la democracia concentracionaria, la subversión se juega en el uso de una lengua arrancada a valores de cambio prefijados. Un conservador revolucionario: la artesanía verbal de Cohen es exponente de la resistencia culterana, armada de un savoir-faire de torsiones sintácticas y metafóricas que impone morosidad aristocrática y gasto improductivo al ritmo de la lectura.

Decía Deleuze que el alcohólico no deja de llegar al último vaso: el último no es el último, es el penúltimo, es llegando al último que vuelve a empezar al día siguiente. Los extraestatales, de José Retik, es el penúltimo vaso en esta secuencia no por llegar después –mera cronología– sino por desarmar y rearmar la máquina estatal-ficcional en vistas a una última instancia siempre por venir. La trama se despliega como una alucinación del Dr. Foudré, invitado por el neurólogo y poeta argentino José Remiglia Meijide a investigar la anatomía de las muchedumbres del Río de la Plata. La alucinación de Foudré desvaría tres siglos de historia argentina, hasta la conversión de Buenos Aires en sucursal de electrodomésticos en las afueras de Kansas. Las dosis de medicación de Foudré ritman un ida y vuelta futurista a partir del Centenario, incursionando en coordenadas como la guerra civil en Ibídem, pueblo de autómatas donde el Ejército Revolucionario de Autómatas se enfrenta a la Alianza Anti-Triunfalista Automática. O el Organismo Público de la Provincia de Buenos Aires, abocado en 2026 a maximizar la productividad y “conseguir un Estado lo más cercano posible a la insensibilidad”, asegurando la extracción y exportación intergaláctica de reservas de afectividad poblacional. O el cerco de Buenos Aires en 2223 por “una sustancia gaseosa similar al snob”, cuando la “snobicracia” del Comité del Buen Gusto combate y hospitaliza “brotes cursicóticos” como “la exhibición obscena de mocasines sin medias”. Variante psicofarmacológica del científico –funcionario– loco, Foudré revisita el apogeo del positivismo nacional para situarse en la excepción que funda la regla. Repone el delirio íntimo al gesto soberano del Estado: proyecta una política de la literatura que no hace pueblo ni nación, en fuga irreverente, penúltimo experimento de ficciones de Estado que desafían los autorretratos que una sociedad tiene de sí misma.

*Rodrigo López Martínez es docente y doctorando en Letras en la Universidad de Manchester (Reino Unido). Investiga, por un lado, la relación entre ficción, vanguardia y Estado en la literatura latinoamericana y, por otro, los vínculos entre psicoanálisis y literatura en la transición democrática española.