Se puede contar la historia política, económica y cultural del siglo XX narrando sólo la de Rusia. Esta sentencia arriesgada puede serlo aún más: se puede contar la historia del arte y la política de Rusia pasando por la vida y la obra de Kasimir Malévich. El artista nació en Kiev en 1878 y si bien murió en 1935 de cáncer, su desaparición física no impidió que los avatares de ese mismo relato siguieran operando sobre sus obras hasta bien entrado el siglo XXI.
La primera retrospectiva de Malévich en nuestro país es una muestra de más de sesenta obras. Un conjunto cronológicamente organizado que exhibe, entre otros, los trajes que diseñó para La victoria sobre el sol, la anti-ópera compuesta por Matiushin, Malevich y Kruchenykh en 1913, y allí está el cuadrado negro primigenio. Provenientes de la Colección del Museo Estatal Ruso de San Petersburgo, se inauguró por estos días en Fundación Proa, es un eslabón más en este periplo. Porque seguir el itinerario del artista que va desde su nacimiento en el siglo XIX, sus obras impresionistas, luego un período cubista hasta que concibe el arte que va a dar comienzo al siglo XX, como es el de las vanguardias y el Suprematismo, en su caso, la tensión entre vanguardia política y vanguardia estética con el stalinismo, en particular, y finalmente, su redescubrimiento a partir de la década del 50, demuestra que para los avatares de la historia política rusa, Malévich fue un elegido. Para bien o para mal.
El consenso es unánime. Desde la historia política y económica hasta la filosofía, pasando por la estética, los especialistas hacen coincidir el comienzo del siglo XX (europeo) con la Primera Guerra Mundial. En el prólogo del siglo, esos primeros años desde su inicio hasta 1914, todavía la centuria anterior se derrama sobre su sucesor. El siglo XIX largo, como lo llama Eric Hobsbawn, traspasa las fechas y va a claudicar en sus intenciones decimonónicas frente al estruendo de los cañones y el fragor de las trincheras. Walter Benjamin escribe su célebre Experiencia y pobreza y hace de la guerra una suerte de grado cero de la historia del siglo pasado. No sólo en la crisis que evidencia la transmisión de la experiencia (“Entonces se pudo constatar que las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable”), sino también a esa nueva barbarie en el arte que se presenta como tabula rasa del pasado: “Rechazan la imagen tradicional, solemne, noble del hombre, imagen adornada con todas las ofrendas del pasado, para volverse hacia el contemporáneo desnudo que grita como un recién nacido en los pañales sucios de esta época. “Según Perry Anderson: “El modernismo europeo de los primeros años de este siglo floreció pues en el espacio comprendido entre un pasado clásico todavía usable, un presente técnico todavía indeterminado y un futuro político todavía imprevisible. 0, dicho de otra manera, surgió en la Intersección entre un orden dominante semiaristocrático, una economía capitalista semi-industrializada y un movimiento obrero semiemergente o semiinsurgente.”
Ese pasado todavía usable es el que posibilita la aparición de la vanguardia, y en el caso ruso el futuro político tomará la forma de los diez días que estremecieron al mundo, tal como los tituló John Reed, testigo de la revolución. Es verdad que la Revolución Rusa ha corrido por muchos otros carriles, pero el arte fue uno de sus pilares. El compromiso de los artistas con ese episodio único tuvo idas y vueltas, mejores y peores momentos, pero es cierto que, en todo caso, el arte que se produjo en ese tiempo ha sobrevivido a la coyuntura y no sé si podemos decir lo mismo de ella. Además, es notable la manera en la que ese sacudón que arrasa todo lo conocido en términos políticos, sociales y económicos encuentra unos artistas preparados para ello como fueron los que pergeñaron esa vanguardia artística. El Futurismo ruso, con fuertes vínculos con el italiano, en ese ir y venir de una Rusia muy europea y de intercambios permanentes, se adelanta un poco a la Revolución del 17.
Malévich participa de ese gesto para recoger el guante que se habían sacado Burliuk, Alexander Kruchenykh, Maiakovski y Velimir Jlébnikov. A mano limpia propinaron “Una bofetada al gusto público”. Ese fue el título del manifiesto inexorable con el que los rusos daban comienzo al siglo pasado, en 1912, y pedían tirar por la borda del trasatlántico, ese con el comparaban a la literatura rusa, a varios: “Pushkin, Dostoiesvki, Tolstoi, etcétera, etcétera, deben ser tirados por la borda del vapor del Tiempo Presente… Todos los Máximos Gorkis, Kuprins, Bloks, Sologubs, Remizovs, Averchenkos, Chornys, Kuzmins, Bunins, etcétera, etcétera –sólo necesitan quintas a la orilla de un río. Así recompensa el destino a los sastres”.
Esa sentencia, destino de sastre, es impulso suficiente para que Kasimir Malévich quiera ir un poco más allá. Entonces, en 1915, él, que había estudiado en su ciudad natal y luego en Moscú, hizo su primer gran aporte a la historia del arte. En diciembre llenó un salón con pinturas de planos geométricos de color suspendidos en infinitos espacios blancos. En ellas convergen una dinámica espacial y un significado poderoso. El artista sintió que el futuro había llegado y que el Suprematismo, así llamó a la nueva tendencia, era con lo que podían pasar del arte ruso al nuevo arte soviético. Con esta innovación busca la representación del universo sin objetos. La pura forma geométrica, en especial, el cuadrado y el círculo. Es la no representación, la supremacía de la nada, del que “El cuadrado negro” es dechado y lo podemos ver en la muestra y “El cuadrado blanco sobre fondo blanco”, culminación de esto.
Según Evguenia Petrova, curadora de la muestra: “En el momento de la Revolución de 1917, que cambia el destino de las personas y del país, la concepción de Malévich sobre la representación no-objetivista estaba ya formada. Al igual que muchos de sus contemporáneos, abraza entusiasmado la formación de una nueva estructura social. A la par de los innovadores, que apoyan la Revolución, Malévich se involucra en la organización del proceso creativo, que se basa sobre nuevos principios.”
El viaje de Malévich a Berlín fue el comienzo del fin. Quizá un poco antes, en 1924, con el ascenso de Stalin, empezaron sus problemas. En 1927, participó de la Gran Exposición en esa ciudad. Regresó antes de que cerrara porque tampoco consiguió un puesto de profesor en la escuela que Gropius, fundador de la Bauhaus, dirigía. Estaba barajando emigrar. Setenta pinturas, dibujos y modelos quedaron al cuidado de Hugo Häring, quien los guardó, pero temiendo por ellos, al momento del ascenso del nazismo los dejó en custodia del director del Museo de Hanover. Seguir la ruta de algunas de estas piezas es volver a contar cuentos de emigrados a Estados Unidos, reclamos familiares, sucesiones varias –Malévich se casó tres veces y se cuentan 31 descendientes–, y oscuros episodios de persecución.
Nunca más retornó a Alemania ni a ningún lado. A su vuelta fue sospechado de espionaje y en 1930 encarcelado por unos días. Los lugartenientes de Stalin estaban por todos lados; muchos, en el mundo del arte. Cinco años después ocurrió su muerte. Entre 1925 y 1953, no se pudo ver obra de Malévich en la URSS. Sobrevivieron en un depósito, olvidadas y catalogadas como arte de segundo orden, de mala calidad.