CULTURA

“Me hubiese gustado ser suizo”

En una charla inédita hasta ahora en castellano, el escritor defiende a Pinochet y a Videla, ataca a Perón y a Evita y se mofa del Premio Nobel.

Encuentro. Héctor Bianciotti, Jorge Luis Borges y Jean-Paul Enthoven durante la entrevista.
| Gza. JPE<br>

Fue mi querido amigo Héctor Bianciotti quien, con su delicadeza habitual, había organizado este encuentro: él, argentino de París, adorador de Paul Valéry, el futuro académico francés, el dandy amable de la pampa, quería presentarme a su maestro ciego de Buenos Aires. Nuestra conversación debía tener lugar en la Rue des Beaux-Arts, en un salón donde Oscar Wilde había agonizado, y fue un momento de gracia, de fanfarronadas y de bromas. Lamentablemente, Héctor y su maestro no están más entre nosotros. Resulta imposible, sin embargo, no percibir sus fantasmas cada vez que el azar me halla en el barrio de nuestro reencuentro.

¿Habrán seguido, en otro ámbito, la conversación que comenzamos aquel día? ¿Habrán cambiado de opinión sobre Baudelaire o sobre Mallarmé? ¿Qué otra lengua hablan en el más allá?
Frágil, temblando, solemne como un sabio de la antigua China, Borges considera gravemente:
—Entonces, ¿usted quiere que yo declare cualquier cosa? Es a usted a quien le corresponde plantearlo, pues admiro las preguntas estúpidas… Pregúnteme, entonces, cómo yo, Borges, el ciego, veo el futuro del mundo… Pregúnteme si el audiovisual anuncia la muerte de la literatura o, mejor todavía, si un joven poeta debe creer en Dios. Sobre estos temas, soy capaz, sin esfuerzo, de elevarme hasta las cumbres de la ineptitud.
Héctor me había prevenido: Borges es supersticioso y se encargará, antes de hablar, de conjurar lugares comunes como otros espantan el mal de ojo. Malicioso, precisa, de todos modos, que esta manía le venga de Flaubert…
—Ah, ¡Flaubert, mi mejor cómplice! ¿Quiere usted que le hable de Flaubert?
Le hago notar que perfectamente también podríamos hablar de Borges…
—¿Borges? ¡Es un sujeto penoso! El mismo Borges está cansado de ser Borges.
—¿Por qué?
—¡Porque esto lleva ya 78 años! Hoy soy un ciego que está condenado a la oscuridad de su sola compañía. Y, en la oscuridad, la promiscuidad con uno mismo es más sensible que bajo la luz plena. Entonces, a la menor ocasión me evado, viajo, abandono a Borges como una serpiente abandona su vieja piel. No será pues hablando de mí que podré viajar bien lejos. Además, tengo hambre, deberíamos comer…
Lentamente, con infinitas precauciones, Borges se levanta del diván de terciopelo en el que se había sumergido. Su bastón choca contra las paredes, los muebles, los desconocidos laberintos. Cuando se desplaza, Borges tiene el aspecto apergaminado de un viejo aristócrata en el exilio. Una suerte de fantasma proustiano que desembarcó de la pampa. Por supuesto, tengo ganas de decirle que me conmueve encontrarme con él, pero me ha disuadido con un “qué tal” lleno de laxitud que, en un segundo, estableció entre nosotros un clima de vieja amistad. Su voz es lejana, ahogada; duda entre el acento inglés y el inimitable acento de los porteños de ley. Me gustaría decirle cosas muy inteligentes, contarle anécdotas que lo harían sonreír, pero no, no hacemos más que intercambiar palabras banales. Hay allí, en el salón del hotel, tipos de la televisión que gradúan sus equipos de iluminación, pues el maestro debe encadenarse a una emisión sueca; sobre una mesa ratona, se colocaron micrófonos cerca de un ejemplar de Swedenborg. Borges se deja llevar dócilmente por el “brouhaha” de un universo técnico al que se somete por cortesía.
—Afortunadamente, no estoy sordo. Los sordos son siempre ridículos. Son personajes de comedia. ¡Pobre Beethoven! (y me pregunta): ¿era él uno de sus padres? Ah, no, su apellido es un poco diferente. Este “thoven” que tienen en común, de todos modos, debe crear lazos misteriosos, ¿no? ¿Es usted un melómano? (Luego, sin esperar respuesta)… sean lo que sean, los ciegos, ellos son injustamente caracterizados por una enorme sagacidad, lo cual es muy divertido.
Nos llevará un buen cuarto de hora atravesar la Rue des Beaux-Arts. La ironía se ha transformado en destreza, aun si Borges se esmera, como puede, en atenuar el énfasis que emana de su ceguera. Imposible no pensar en Homero, en Milton, en Edipo. El restaurante donde entramos lleva un nombre intrigante: La Ruta Mandarina.
—Extraña, verdad, ¿esta palabra?  
—Entendemos dos veces la idea de mandamiento. Está, en primer lugar, el verbo “mandar”, que, en castellano, designa la orden, el requerimiento que se hace. Y, enseguida, “mandarín”, el nombre de  los jefes espirituales del Imperio Celeste. ¿Por qué extraño milagro España ha podido cohabitar, para la eternidad, con el hijo del cielo, bajo el autoritario nombre de un fruto tan pequeño?
Por el momento, Borges come arroz, su único alimento. Ha pedido una cuchara y traga con buen apetito. Pero los granos se amontonan al borde de un plato cuya forma no lo ayuda, y arriesgan caer sobre su saco muy Saville Row e impecablemente cruzado. Entonces, tratando de formularle preguntas con el objetivo de distraerlo de una consideración especial que lo exaspera, lleno su cuchara y guío su mano. Un juego tácito que podría haberlo molestado y al que, sin embargo, consiente, se instaura.
—¿Sabe usted que en los Estados Unidos no hay arroz? Esa gente no come más que cebollas y ajo. ¿Acaso no es esto aterrador?
Sigue a esta pregunta una larga digresión que conduce, sin un orden particular, a Cervantes, a las leyendas celtas, a Nietzsche, a Stevenson y a la historia del vino. Desde que encuentra una palabra extraña, Borges se anima. El resto del tiempo, parece aburrido. ¿Lo distrae esto de jugar plena y verdaderamente con las etimologías?
—Es esa la única cosa que sobre esta tierra me divierte verdaderamente. Cuando los viejos sajones, utilizando el vocablo “Thor”, no sabían demasiado bien si esa palabra designaba al Dios del trueno o al ruido que sucedía en medio de la tormenta, se encontraron en el medio de esa antigua ambigüedad que la poesía se esfuerza en reencontrar y en profundizar. El drama es que las palabras son olvidadizas y que se ha convertido en algo muy pedante reavivar su memoria. Pero yo considero esto tan misterioso como el universo. Así me aferro a mis sueños.
—¿Sus sueños están, como sus libros, poblados de tigres, de espejos, de laberintos y de dagas?
—Por piedad, ¡ahórrese esa pregunta! Todo el mundo se cree obligado a formulármela y, francamente, Borges no tiene más el coraje de responderla.
—Está bien. Olvidémonos de Borges. Pero quedan los borgeanos. Después de todo, usted ha hecho nacer un adjetivo que sirve para designar un cierto género de historia, de recitado, de obsesión… Está usted obligado a asumirlo…
—“¿Borgeano?” (repite la palabra en francés “Borgésien”). En español, ese adjetivo no existe.
Sin embargo, en francés, y en muchas otras lenguas, esa palabra existe y es precisa: nombra un universo en el que la arquitectura es específica y se concibe a sí mismo como un libro infinito, como una biblioteca donde los dialectos, las tradiciones, los mitos y las religiones se fusionan en un mosaico para decir que la condición humana es igual de lastimosa que sublime. En este universo borgeano encontramos emperadores chinos, exploradores de la Torre de Babel, estudiosos del Talmud y del tango, plagiarios y ladrones. Si fuera necesario, con uno solo de esos textos, resumir la atmósfera al interior de la cual Borges se siente a gusto, sería a lo largo de una nouvelle escrita en 1940 y titulada Pierre Ménard, autor de El Quijote. Narra este relato la historia de un hombre del siglo XX que cree que solamente una falta de cortesía o de cultura autoriza a los escritores a saturar las bibliotecas con obras nuevas. Este personaje se propone entonces escribir Don Quijote, pero no una nueva versión del ilustre libro sino la que correspondería, palabra por palabra, a aquella de Cervantes. Analizando el Quijote de Pierre Ménard, Borges reproduce algunas frases y las compara con aquellas estrictamente idénticas del Quijote de Cervantes. Y concluye que se trata de dos textos muy distintos y hasta incompatibles. Porque si las palabras son parecidas entre esas dos versiones, los hechos, los lectores, la historia universal, ellos mismos, han cambiado.
—Por lo demás, ¿por qué escribir nuevos libros? Podríamos dilatar nuestras bibliotecas o poblar de aventuras los libros más apacibles atribuyendo La imitación de Cristo a Louis-Ferdinand Céline, Hamlet a Tolstói y Los hermanos Karamazov a Herman Melville. Ser “borgeano”, como usted dice, es tal vez consentir mi manía de explotar el anacronismo y la impostura.
—En todo caso, si la palabra “borgeano” no existe en español, ¿ello significa sin dudas que usted es más célebre en Europa que en Argentina?
—Debo ese privilegio a mis traductores, que, evidentemente, tenían mucho más talento que yo. Ellos me han inventado literalmente. Faulkner, creo, ha tenido en esta nación la misma suerte gracias al elegante Maurice-Edgar Coindreau. Y a esto hay que agregar que Francia ha sido siempre generosa y ha estado siempre despistada: es tan notablemente fácil convertirse en alguien ilustre…
Desde este punto de vista, Borges está satisfecho: en 1925, cuando Valery Larbaud descubrió sus primeros ensayos, quedó absolutamente maravillado. En 1933, Drieu La Rochelle, visitando Buenos Aires, escribió un artículo clamoroso: “Borges vale el viaje”. Luego, Caillois, Etiemble y Paul y Sylvia Bénichou lo tradujeron y se disputaron al “dios de los laberintos”; periódicamente, además, Borges debía recibir el Premio Nobel (“Me lo han prometido desde hace tanto tiempo que el jurado de Estocolmo debe creer que ya lo he recibido”). Más recientemente, una larga cita, extraída de una enciclopedia apócrifa imaginada por Borges, sirvió de obertura al libro de Michel Foucault Las palabras y las cosas. ¿Sabe esto Borges? ¿Acaso sabe quién es Michel Foucault?
—Creo que es un filósofo. Cuando me enteré de que hablaba de mí, preferí no saber lo que decía, pues me siento siempre derribado por la inteligencia de los filósofos, particularmente de los filósofos franceses, que se aventuran en mis libros. Su perspicacia me impresiona. Pero, qué quiere usted, soy un literato de la vieja escuela: mi imaginación ha derrotado pequeños y extraños enigmas y no me gusta demasiado que la gente pasee por un terreno que ya ha sido conquistado.
—Hay mucho orgullo en su modestia…
—Si estoy orgulloso no es por mí mismo: es por la filosofía. Esta disciplina sublime debe batirse con materiales nobles, y mis sueños de ciego no son tan dignos…
Durante toda la comida, Borges habla de su ceguera con una bella desenvoltura, a la vez jovial y trágica. Su padre, su tío, su abuelo, murieron ciegos. El no ve nada desde hace veinte años.
—Joyce sostenía que la ceguera era la cosa menos importante que le había ocurrido. Absurdo, ¿verdad? Yo odio a la gente que, para consolarme, me asegura que el mundo de hoy no es bello de ver y que me dice: “Ah, usted, usted tiene los recuerdos y la intensidad de su vida interior”. Son inconscientes. Ignoran que nada, verdaderamente nada, es más insoportable que la noche. Por otra parte, vengo de comprar un grabado de Durero. No lo veo, pero he conservado el recuerdo de su dibujo. Y me place saber que está cerca de mí, encuadrado. Tengo también un grabado de Piranesi que me importa mucho.
—En uno de sus poemas, usted imagina la última rosa que vio Milton. Pero nosotros adoraríamos saber cuál fue el último libro que leyó Borges…
—Fue un libro de León Bioy: El mendigo ingrato. Me gusta muchísimo Bloy, a pesar de que su obra abunda en estruendosos ultrajes. Bloy se consideraba un buen católico, pero su gusto por la Cábala no era demasiado ortodoxo.
—Hoy en día, Sartre es, él también, prácticamente ciego, y es, como usted, un viejo cómplice de Flaubert. Son dos razones para sentirse cerca de él, ¿no?
—Jamás lo leí verdaderamente.
—Para él, la ceguera implica un renunciamiento a la escritura. En todo caso, un renunciamiento a lo que ha convenido en llamar “el estilo”.
—Probablemente porque su estilo, como  el de los existencialistas, es un estilo muy “visual”, lo que no es mi caso. Sartre ha escrito siempre libros gruesos, por lo cual sin duda ha tenido la necesidad de releerse, de corregirse. Yo, con mis pequeñas nouvelles, puedo pulir cada frase en el silencio de mi cabeza. Cuando dicto, ya está todo pronto, perfecto.
—Excluyendo a Bloy y a Flaubert, no siente usted una enorme ternura por la literatura francesa…
—No, eso es falso. La literatura francesa ha sido una de mis primeras compañeras. No olvide usted que hice mis estudios de francés en Ginebra.
—¿Y Nerval? ¿Y Baudelaire? ¿Y Rimbaud?
—Baudelaire es un hombre de mal gusto. Sus poemas están llenos de carroña, de musas enfermas o venales, de brujas famélicas y de vampiros. Además, sus versos están plagados de vacuidades, y le sucede que termina haciendo rimar “chaînon” con “tympanon”. ¿Usted encuentra eso hermoso? Considere, aun, esta abominación que me viene a la mente: “Le dejo a Gavarni, poeta de clorosis/ su tropel gorjeante de beldades de hospital”. Un hombre que escribe eso…
—¿Y Mallarmé?
—Mallarmé estaba obsesionado por la innovación, lo que es una gran vanidad, pues el lenguaje acarrea siempre cierta fatalidad. Los innovadores, en el mejor de los casos, se transforman en atracciones de museo. En sí misma, la idea mallarmeana de un texto absolutamente específico y personal es una convicción que proviene de la religión o de la fatiga. Imagínese a un ucraniano o a un persa que aprendieran el francés a través de la prosa o del verso de Mallarmé. Esa persona podría llegar a creer, después de largos años de aprendizaje, que Diderot y Voltaire han utilizado un dialecto incomprensible…
—Entonces, en este naufragio, ¿qué deberíamos salvar?
—A Victor Hugo, claro. Es un gran poeta popular, y Francia no se ha equivocado cuando asistió, toda entera ella, a su entierro. Dicho esto, le aclaro que el poeta que prefiero es Verlaine: no hay una sola falta de buen gusto en él… Siento, además, una gran estima por Toulet, un poeta injustamente olvidado. Y luego están Voltaire, Diderot, D’Alembert, la Encyclopedia, la Canción de Rolando… Y está, sobre todo, Flaubert, quien primero que nadie supo que la profesión de escritor era un sacerdocio y un martirio.
—¿Proust?
—Por desgracia, no hay más que un solo personaje interesante en En busca del tiempo perdido, y es el Barón de Charlus. A los otros no tenemos ganas de conocerlos. Y luego sus frases, como decía Thomas de Quincey a propósito del viajero alemán, “son grandes maletas en las que pone todo lo que hace falta para viajar alrededor del mundo”. Por último, existe algo esencialmente mezquino que acecha toda la obra de Proust: es una literatura que reposa sobre el chisme. Le debemos, de todos modos, hermosas páginas sobre la memoria, que no tienen más que un solo defecto: Bersgon las había escrito antes que él. Por supuesto, estas confidencias deben quedar entre nosotros.
—¿Y sus contemporáneos?
—No leo nunca lo que escriben. Tengo demasiado miedo de parecerme a ellos.
—Hay, sin embargo, grandes escritores en América Latina.
—Parece que sí.
—Son muy significativos los nombres de García Márquez, Octavio Paz y Alejo Carpentier, ¿verdad?
—No leo los diarios desde hace más de cuarenta años, ¿sabe?
—¿Neruda?
—A él lo he conocido y hemos mantenido algunas conversaciones. Neruda pensaba, como yo, que el castellano es una lengua irremediable con la cual es imposible hacer gran cosa, y yo le contestaba que ésa era la razón por la que no habíamos hecho nada… Quizá deberíamos intentar algo con el inglés, le sugerí… Sí, intentémoslo, me respondió entonces, pero, ¿sabe qué?, concluyó: Shakespeare ha escrito lo esencial. En otra ocasión, Neruda me invitó a visitarlo, pero era embajador y comunista, y yo no quería que los periodistas pudieran decir que Borges había visitado a un comunista.
—¿Por qué?
—Porque soy un hombre de derecha. En todo caso, eso es lo que dicen. Y es porque lo dicen que nunca obtuve el Premio Nobel.
—Usted tuvo menos reparos en visitar al general Pinochet, que es un auténtico fascista…
—No creo que sea fascista.
—Usted ha aceptado, incluso, de sus manos, una alta distinción literaria…
—Es exacto. Pero mucha gente no lo considera un fascista. He cenado con él y encontramos muchos temas de conversación…
—¿Sabe usted que en el Chile de Pinochet se queman los libros y se tortura a la gente? Un reciente artículo de “El Mercurio” señalaba incluso que el mismo “Quijote” formó parte de una hoguera.
—A mi juicio, esas acusaciones son absolutamente inverosímiles.
—Y hoy, ¿la violencia y la brutalidad policial del régimen argentino no le molestan?
—Siempre he sido antiperonista, pues Perón fue un canalla que corrompió a todo su país. Por mi parte, nunca conocí a un hombre inteligente y peronista… Cuando, luego de su exilio, él volvió al poder, sentí una tristeza inmensa: ése fue también el regreso de la vulgaridad y de la ignorancia. Afortunadamente, Evita no estaba más… ¡Me resultaba tan insoportable! A propósito, circula una anécdota famosa: un día, los peronistas quisieron rebautizar la ciudad de La Plata y otorgarle el nombre de Eva Perón. Algunos tradicionalistas, muy aferrados al nombre de su ciudad, propusieron entonces una moción de compromiso: dijeron que La Plata se llamaría  a partir de ese momento “La Pluta” –significando “plata” el dinero y, como sabemos, “puta”, la prostituta—… Ahora bien, entre la prostituta y el dinero existe una equivalencia ancestral y arcaica que nadie ignora. En honor a Eva Perón, la prostitución y la búsqueda de la ganancia se encontraron reunidas en un juego de palabras que, evidentemente, no obtuvo los favores de la administración peronista. En cuanto a Isabelita, la segunda esposa de Perón, no fue más que el mito de un mito difunto.
—Pero Perón no vive más. En su lugar está el general Videla, quien todos los días envía a sus opositores a prisión, cuando no los manda matar…
—Vamos, vamos, eso es propaganda… Si las cosas sucedieran como usted las describe, yo estaría informado. Especialmente porque en Buenos Aires vivo al lado del Círculo Militar…
Desde que comenzamos a tratar estos temas, Borges habla con vehemencia, como si hubiera adivinado mi decepción delante de esta otra ceguera, más voluntaria, que le impide ver lo que pasa verdaderamente en su país. ¿Pero qué sentido tiene insistir? Borges, que ciertamente es uno de los hombres más corteses del mundo, haría como si nos creyera y después diría que la fatiga lo ha invadido y que es tiempo de callar. Sin embargo, una digresión insidiosa lo hace evocar a Drieu La Rochelle, a quien frecuentemente vio en la casa de Victoria Ocampo.
—¡Era un hombre extraordinario! Pienso que se volvió fascista por pereza. El se dejó deslizar por una suave pendiente y un día entendió que se había convertido en traidor, en cómplice de los canallas. Debería haberse exiliado en Inglaterra. Además, tenía el estilo inglés: fumaba pipa, era elegante y atlético, los ingleses lo hubieran adoptado y, durante la liberación de Francia, hubiera sido nombrado ministro. Pero, como no le gustaban los viajes, se arrastró por París, los alemanes llegaron, comió en su mesa, y así sucesivamente… Es sin duda un hombre que se volvió fascista sin premeditación, por pereza, a menos que haya sido por melancolía.
Borges habla de Drieu La Rochelle como si hablase de sí mismo. Difícil saber si, en su evocación, la lucidez tiene más lugar que la ironía o el resentimiento. Me da la sensación de que no tiene demasiadas ganas de permanecer en esta zona de la memoria.
—Hoy día vivo en Buenos Aires como siempre, en el mismo apartamento. Conozco cada rincón, así como la ubicación de los muebles, de los cuadros, de los objetos. Algunos amigos me visitan: saben que no me gusta comer solo. Esa ciudad, ese apartamento, forman parte de mi destino. No saldré jamás de allí.
—¿Todavía escucha usted tangos?
—Usted sabe: el tango es una antigua danza de burdel. Las mujeres elegantes de la Argentina no lo adoptaron hasta que se enteraron de que el tango también se bailaba en París. Por mi parte, siempre he preferido la milonga, ese ancestro de ritmo más vivo. Quedo mudo cuando escucho esa música, esa futilidad baliverne narrada que, antes de la guerra, flotaba todavía sobre las veredas de Buenos Aires, en la esquina de los cafés. Es una música repleta de hombres que bailan entre ellos, una música de cuchilleros, esos hombres cuyo coraje es su sola profesión.
—Querido Borges, de pronto parece usted cansado y melancólico. ¿Quiere que interrumpamos nuestra conversación?
—En efecto, sería mejor. Estoy cansado. Por lo demás, a través de su sola voz no llego a adivinar su rostro, y eso me molesta. Con las mujeres, es más fácil: tienen siempre la cara de su voz,y a veces puedo intuir su belleza. La única ventaja de la ceguera es tal vez preservar los rostros amigos, protegerlos contra el tiempo: las mujeres que he conocido antaño y que sigo frecuentando no han envejecido.
—¿Le gustaría agregar algo?
—Sí: diga claramente que Borges es un individualista. Que detesta el fascismo, el comunismo, la violencia de los imbéciles. Diga que a Borges le gustaría ser suizo, ciudadano de ese país ficticio en el que nadie sabe el nombre del presidente. Y luego diga que Virgilio es un poeta maravilloso…

 

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Traducción de Pablo Cohen.