CULTURA
Palabras finales XIII

Memorias de un exilio sexual

Hijo de una familia de campesinos, Reinaldo Arenas adhirió al principio a la revolución castrista, pero su rebeldía no tardó en convertirlo en un “peligro social”. Tras penosas vicisitudes, que narró en su autobiografía “Antes que anochezca”, Arenas escapó de Cuba y se instaló en Nueva York, donde, enfermo de sida, se suicidó en 1990.

Arenas. El 7 de diciembre de 1990 se suicidó en su casa de Manhattan con una mezcla de alcohol, barbitúricos y una funda de plástico sobre su cabeza.
| Cedoc

Que la bandera de Estados Unidos volviera a flamear sobre La Habana y los capitalistas norteamericanos pudieran hacer negocios con los comunistas cubanos no habría sido ningún motivo de celebración para Reinaldo Arenas (1943-1990) si con ello se tejiese un manto de olvido sobre los crímenes contra homosexuales, prostitutas, bohemios y otros réprobos, según él mismo denunció en los años más duros de la revolución. Un chiste cubano que le gustaba parafrasear en su exilio en Nueva York dice que la diferencia entre un país capitalista y uno comunista es que en ambos te dan una patada en el culo pero “en el primero puedes gritar y en el segundo tienes que aplaudir”. Otra ironía popular asegura que “el socialismo cubano es la fase de transición más prolongada entre el capitalismo y el capitalismo”.

En las memorias que tituló Antes que anochezca, iniciadas en libretas sueltas en la década del 70, cuando vivía oculto de la policía en un bosque, Arenas testimonia sobre sus primeros acercamientos a los rebeldes contra la dictadura de Batista y su posterior desencanto cuando la triunfante revolución pasó de fusilar a colaboradores del antiguo régimen a encerrar marginales y disidentes sexuales. “Nuestra juventud tenía una especie de rebeldía erótica”, subraya acerca de los primeros años 60, cuando el castrismo aún no se había “estalinizado”, narrando sus encuentros en las playas con centenares de jóvenes de barba y melena que quizá tenían sus novias y esposas, desfilaban en la Plaza de la Revolución y aplaudían a Fidel con el mismo entusiasmo con que se revolcaban con los “pájaros” entre los matorrales. La respuesta del gobierno ante esas líneas de fuga del deseo fue promulgar leyes contra la homosexualidad y crear, hacia 1964, según Arenas, las famosas Unidades Militares de Ayuda a la Producción, eufemismo orwelliano para tenebrosos campos de trabajo donde se disciplinaba a miles de jóvenes capturados en razzias callejeras para cortar caña de azúcar de sol a sol y donde la deserción era penada con cinco a treinta años de cárcel.

Arenas también conoció el temible Castillo del Morro, escenario donde había situado las desventuras del fraile protagonista de su novela El mundo alucinante. Vigilado como “poeta disidente”, lo encarcelaron por tener sexo en la playa con unos muchachos que le robaron, lo golpearon y lo denunciaron a la policía. De la comisaría logró escapar y vivió prófugo en bosques y manglares hasta que lo atraparon de nuevo. Pasó dos años en el Morro abrazado a un ejemplar de La Ilíada que lo salvó de la locura, afirma, entre presos mezclados por tan diversos delitos como hurto, homicidio, contrabando, drogas, prostitución, homosexualidad e intentos de salir de Cuba en una balsa hecha con gomas de camión o de tractor: “Tener un objeto flotante era ya una prueba de que uno quería irse del país, lo cual podía significar ocho años de cárcel”.

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Después de dos intentos de suicidio, recibió la oferta de salir de la prisión si confesaba que era un “contrarrevolucionario”, se arrepentía de su “debilidad ideológica”, se comprometía a “trabajar para el gobierno, a escribir novelas optimistas, socialistas” y a “rehabilitarse sexualmente”. Firmó esa confesión que le hizo “perder la dignidad y la rebeldía” para poder dejar la cárcel y huir de Cuba por cualquier medio posible. Desesperado, una noche intentó nadar en la oscuridad hacia Guantánamo, pero lo disuadieron los reflectores y disparos de los guardias. Hasta que llegó el éxodo masivo de Mariel, en 1980, después de que un chofer de ómnibus se lanzara con todos sus pasajeros contra la puerta de la embajada de Perú para pedir asilo. Cuando se corrió la voz de que podían asilarse, en menos de dos días se metieron casi 11 mil personas en la embajada. Fidel reaccionó meses más tarde abriendo el puerto de Mariel para que se fueran los “indeseables” y “antisociales”: más de 130 mil zarparon en balsas, botes precarios, con navegantes inexpertos en dirección a la costa de Florida. Algunos murieron en la travesía. Otros fueron rescatados, como Arenas, luego de varios días a la deriva, sin gasolina, sin comer, en medio del Golfo de México, por guardacostas norteamericanos.

Así pasó del exilio interior al exterior, que tampoco fue amable con su destino. La tragedia lo alcanzó con el nombre de sida en Nueva York. Entre la neumonía, el sarcoma de Kaposi, la flebitis y la toxoplasmosis logró terminar en tres años sus memorias, dictadas a un grabador para que luego un amigo las desgrabara y pasara a máquina, en un departamento de un sexto piso sin ascensor en Manhattan. El 5 de diciembre de 1990 dejó una carta a su traductora al inglés, Dolores Koch, en sobre cerrado para ser entregada a sus amigos “en caso de que muriese”. En la carta aclaraba que ponía fin a su vida voluntariamente ya que por su estado de salud no podía seguir “escribiendo y luchando por la libertad de Cuba”. Una mezcla de alcohol, barbitúricos y una funda de plástico sobre su cabeza hicieron el trabajo dos días más tarde. Sus últimas palabras fueron: “Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Yo ya lo soy”.