CULTURA

Mi 'Aleph', por Federico Andahazi

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Aclaración: Para mí la reescritura no consiste necesariamente en escribir de manera diferente un texto previo. Lo concibo más bien como un palimpsesto, es decir, como texto que se ha borrado y, sobre él, se ha escrito un texto completamente diferente, incluso en el sentido. De modo que no creo que se pueda reescribir párrafo por párrafo o capítulo por capítulo respetando el orden del texto previo. Creo que ese método de escritura no excluye el plagio, sino, al contrario, en muchas ocasiones puede ser el modus operandi del plagio. La reescritura genuina es un acto no siempre consciente ni voluntario, sino un eslabón necesario que une la cadena infinita de textos que se llama literatura.

Cuando Fátima levantó la tapa del cáliz se produjo algo que jamás habría de poder relatar. Porque, en ri­gor, no lo vio ya que estaba de espaldas al relicario, mi­rando a los ojos de Francesco Monterga que, contra su voluntad, se mantenían fijos sobre el copón de oro. Un resplandor de una blancura indecible emergió del re­cipiente e invadió todo el recinto. El maestro florenti­no, al fin, se encontró con el preciado secreto del co­lor en estado puro. Vio el Todo y la Nada a la vez, vio el blanco y el negro, vio el caos y el cosmos repetirse hasta el infinito y vio el infinito expandido del univer­so y también el infinito inverso, introvertido, aquel que intuyera Zenón de Elea. Fue testigo del principio y del fin, vio la resolución de todas las aporías y comprendió el sentido último de todas las paradojas, vio todas las pinturas desde aquellas que se escondían en las remo­tas cavernas de Francia cuando Francia no tenía nom­bre, las de Egipto y las de Grecia, las de su maestro y las de sus discípulos y las que él mismo había hecho. Y también vio las que todavía no se habían pintado. Vio la cúpula de una capilla y el índice de Dios dándole la vida al primer hombre, la sonrisa incierta de una mu­jer contra un fondo abismal y beatífico, las perspecti­vas más maravillosas hechas por hombre alguno, esca­leras que subían y bajaban a una vez, infinitamente. Vio a Saturno devorando a su hijo y una hilera de hombres siendo ejecutados con armas inauditas, vio una navaja cercenando una oreja y un campo de girasoles como nadie los había concebido, vio la catedral de Notre Da­me repetida, idéntica y distinta según la orientación del sol, vio acantilados precipitándose al mar y bosques sajones solitarios y tenebrosos, vio mujeres alegres, des­nudas, desoladas en burdeles de un futuro lejano y sór­dido, vio un paisaje diurno en plena noche y una calle nocturna bajo un cielo de mediodía, vio unas reses san­grantes pendiendo desde los cuartos traseros, vio las edades de la mujer y colores despojados de sentido al­guno, vio un pintor en el reflejo de un espejo y una in­cógnita familia real, vio un caballo deforme estirando su lengua deforme en un caos deforme bajo la devas­tación de la lejana e ibérica Guernica. Y no vio nada más. Nunca más. Igual que su maestro Cosimo da Verona, igual que Greg van Mander –que había prote­gido los ojos de su hermano menor hasta el último de sus días–, igual que todos quienes vieron revelado el secreto del color, los ojos de Francesco se apagaron en una noche negra y cerrada.

Fragmento de El secreto de los flamencos.

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