El último tramo del siglo XX marca el inicio de una época de transición que se manifiesta por el pasaje de la hegemonía de los estados–nación a la de un nuevo orden global, y en lo económico por el desplazamiento de una producción de bienes durables por otra, posindustrial, basada en el conocimiento, la información, la comunicación y la provisión de servicios.
La globalización no es, como algunos creen, una tendencia política confundida con el neoliberalismo; se trata de algo más sustancial, de un cambio más profundo e irreversible, una nueva etapa histórica de la que no se puede volver atrás. Es de lamentar que muchos intelectuales y políticos –incluida la clase gobernante argentina– no hayan entrado aún en el siglo XXI: siguen aferrados a las categorías de un mundo ya desaparecido. Esos políticos y gobernantes deben hacer un giro copernicano en su manera de pensar, abandonar su mirada meramente localista que los lleva al aislacionismo, a desconocer el curso de los tiempos e impedir al país insertarse en el mundo en las mejores condiciones.
Desde temprano, la humanidad –a pesar de la precariedad de las comunicaciones– tendió a la universalidad; lo hizo por medio de las conquistas o del comercio, o de las grandes religiones que se extendieron a través del mundo. Ampliaron ese panorama los viajes oceánicos, los consiguientes descubrimientos geográficos y una enorme cantidad de inventos y descubrimientos científico-técnicos adoptados simultáneamente por todas las sociedades. Hubo que esperar, sin embargo, hasta el último cuarto del siglo pasado para que la globalización se extendiera a todo el planeta gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación que unen instantáneamente los puntos más distantes. Esta revolución fue posible por las grandes innovaciones electrónicas: los chips, los satélites, la fibra óptica, la informática, la world wide web. Las transformaciones son tan radicales que han modificado la vida cotidiana de todos y no han dejado a nadie en el mismo lugar. Para algunos, el cambio trajo más libertad, para otros sólo desamparo. Por el planeta entero fluyen libremente los capitales pero también seres humanos: emigrantes, exiliados, refugiados; vagabundos circulan, como nunca antes, de un extremo al otro; unos hacia algo que anhelan, otros huyendo de algo que temen.
Nadie puede eludir o resistir –aislándose, encerrándose– a la globalización. Los individuos que van y vienen son sujetos claros de ese fenómeno pero lo son, asimismo, los seres solitarios y sedentarios. La globalización los cerca cuando penetra en su interioridad, en la intimidad de sus anónimos domicilios; está presente en la computadora, en Internet, en el correo electrónico, en la televisión por cable, y si bien esos servicios, en un acto de resistencia, pueden evitarse, más difícil es eludir otros productos imprescindibles como los medicamentos, que provienen de distintas partes del mundo.
La globalización ha trastocado hasta la percepción del tiempo y del espacio. El aquí y el ahora sufre dos rupturas: en el espacio por la conexión que tenemos con los lugares más lejanos y en el tiempo por la instantaneidad de las comunicaciones.
Es verdad que en el mundo globalizado existen agujeros negros donde comunidades enteras apenas son rozadas por la globalización o sólo conocen sus consecuencias negativas por los que se encierran en particularismos culturales, etnias, religiones, tribus, sectas, que provocan luchas sangrientas, tal como ocurre en el Africa negra, en Medio Oriente y aun en los márgenes de Europa, en los Balcanes. En algunos casos se llega al absurdo de usar los instrumentos más sofisticados de la alta tecnología al servicio de ideologías teocráticas e irracionales, tal el caso del terrorismo fundamentalista islámico. Esto muestra que, a medida que las tendencias globalizadoras se afianzan, provocan como reacción un resurgimiento de las formas retardatarias que sólo expresan la desesperación de lo que está destinado a morir.
Las deficiencias de la globalización se deben a que es sólo parcial y unilateral, porque su principal escenario es el de las áreas científica y técnica a las que se han adaptado muy bien la economía y las finanzas. En cambio el ámbito de lo político ha quedado afuera de su influjo al seguir en manos de los estados nacionales encerrados en sus fronteras y, por lo tanto, impotentes frente a fuerzas mundiales. Este desequilibrio señala el límite de la gobalización, porque ni la tecnología ni el mercado pueden resolver los problemas sociales, ni la política cercada por el orden nacional puede garantizar la estabilidad económica ni poner freno a los peligros de una tecnología sin control.
Las organizaciones internacionales como la ONU, por otra parte, representan ante todo los intereses particulares y con frecuencia contradictorios de cada uno de sus miembros, también estados nacionales. Sin embargo, la Carta de las Naciones Unidas apunta hacia una nueva fuente del derecho, efectiva en una escala mundial y en ese sentido es un antecedente insoslayable en el paso de lo internacional a lo transnacional.
Los grandes males que aquejan a la humanidad no son, como pretenden los antiglobalizadores, causados por la globalización: vienen de antes, y a lo sumo la globalización ha contribuido a profundizarlos; pero, en cambio, su solución no puede ser sino global. El deterioro atmosférico, el peligro nuclear, la crisis energética, la escasez de agua, la explosión demográfica, las epidemias como el sida, el narcotráfico, el tráfico de armas, las mafias, la inseguridad, el desempleo, la violación de los derechos humanos y la pobreza son males mundiales.
Los políticos locales y los estados nacionales, aun los más poderosos, están incapacitados para encontrar una solución y esa impotencia los vuelve cada vez menos confiables para la sociedad civil. Aquellos que, en busca de remedios, apelan a los viejos esquemas del nacionalismo económico en nombre de la defensa de una supuesta soberanía están fuera del tiempo, destinados a quedar al margen de la historia, girando en el vacío.
Sólo una nueva forma de organizaciones mundiales transnacionales podrá en el futuro erradicar los problemas de los que adolece el planeta. Los gérmenes de ese orden mundial se observan en la Unión Europea así como también en instituciones más incipientes como el Tribunal Penal Internacional que, con todas sus limitaciones, representan intentos de constituir una sociedad global. Una hipotética Unión Sudamericana podría ser un paso en ese sentido, siempre que no se quede en la mera alianza comercial como lo es el declinante Mercosur.
Nuestro tiempo, como todos los períodos de transición, está plagado de contradicciones, incertidumbres y riesgo, que engendran temor ante el futuro, nostalgia por un pasado idealizado, añoranza de un paraíso perdido que nunca existió. Sin embargo, el mundo global ofrece enormes posibilidades gracias a la tecnología de avanzada y a los nuevos hábitos que permiten un conocimiento, una libertad como nunca se había conocido. Es preciso, pues, darse cuenta de que para lograr un cambio profundo en lo social, político y cultural es imprescindible un desarrollo democrático y racional del proceso de globalización que, de no realizarse, llevará a la humanidad a nuevos tiempos oscuros.