Absorbido por el acoso de la sentencia zozobra, desazón estrangulada sí, en las puertas del hall, lenguas de luz meridiana interrumpidas sin ambages por la voz compadecida en susurros: no te aflijas, venite el día de la función, bien temprano; liberan por diez dólares entradas de parado.
Un puñado de horas habían transcurrido de mi arribo a New York; sin pasar siquiera por el hotel, lanzado como poseso al Met para asegurarme la entrada, enfrentado al boletero que luego de escanear mi aspecto, tosió: señor, lo siento, solo quedan entradas que superan los 400 dólares.
Fue entonces que regresé el día de la función bien temprano como había sugerido el guardia de seguridad; compré mi localidad y por la noche escalé hasta el último piso del teatro para disfrutar del evento. Así estaba yo, extasiado de veras, cuando en el entreacto se acercó hasta mí un espécimen diminuto, sexagenario, smoking y zapatos guau, dientes de marfil, canicas etéreas en los cuencos que en contraste con el cabello blanco tiza alumbraban la escena. (Debo irme, tal vez disfrutes mejor desde mi ubicación; me dijo antes de obsequiarme su entrada.) Preso del asombro encendido, acabé sentado en la primera fila junto a la orquesta, para contemplar absorto la segunda parte de La bohème de Puccini, con puesta de Franco Zeffirelli.
Admito una fascinación exagerada por esos momentos flash que florecen sin proponértelos, simplemente suceden. Hay quienes buscan excavar en suposiciones religiosas, supersticiones paranormales, y así. Como sea, en mi caso solo fueron tres.
La segunda vez ocurrió en Mar del Plata, hace exactamente doce años. Mi novia de entonces adoraba a Joaquín Sabina; para festejar nuestro primer aniversario compré dos entradas que nos ubicaba en la mejor mesa del salón –pegada al escenario-, para sucumbir ante un sujeto que imitaba al madrileño de manera penosa. A la 1.30 de la madrugada, el cantante de voz latosa anunció que daba por clausurado el show tributo porque había llegado un músico junto a su banda decidido a asaltar el escenario. Era Charly García. El concierto, que duró casi dos horas, resultó un shock inolvidable.
La tercera y última vez ocurrió hace apenas unos meses, cuando debí escapar de Jordania por prepotencia de la pandemia. Experimenté momentos de verdad angustiantes; las fronteras cerraban en efecto dominó. De casualidad logré conseguir un boleto para salir antes del bloqueo fronterizo. Mi ticket, desde luego, destinado a depositarme en la clase económica. Cuando me acerqué al mostrador previo al embarque, la empleada de la empresa me informó que el ticket no era reconocido por sistema, que por problemas internos, debía ser acomodado en otra cabina. Una vez en la segunda planta de la enorme aeronave de la mejor compañía aérea del mundo, champán en mano, lloré.
Escasas semanas después del atentado a las Torres Gemelas se propagaron historias de personas que habían sorteado el suceso por motivos de lo más desopilantes. Jamás les creí. Pero puedo dar cuenta de algo similar que salvó mi vida. En abril de 1994 River le ganó a Boca 2 a 0 en la Bombonera. A la salida del estadio, exultante por la victoria, me estiré junto a tres amigos hasta la parada del colectivo que nos sacaría de allí, acercándonos al centro. De pronto la revelación: dos camiones mosquito -colosos que trasladan autos-. Bastaron una mirada y un guiño para emprender la corrida hasta el vehículo; solo yo logré abordarlo. El fracaso de mis amigos me decidió y abandone el mastodonte para iniciar juntos el regreso por otra vía. Minutos después, ese camión fue emboscado por patanes asesinos que gatillaron contra el blanco ancho. Dos hinchas inocentes murieron.