Es difícil conservar el recuerdo de la vida cotidiana cuando ya han muerto quienes fueron los personajes de esas escenas que, mientras suceden, no tienen la importancia que se les atribuye después que pasan a ser irremediablemente pretéritas. Hace mucho tiempo, cuando Luis Priamo me habló de Fernando Paillet y me mostró la primera edición de este libro, la novedad de las fotos de Paillet, esa paradójica novedad de alguien cuya novedad es el pasado, fue una revelación. Al mirar esas fotografías, el tiempo presente y el pasado entraban en una alianza llena de desencuentros y posiblemente de malos entendidos, pero, como fuera, se encontraban.
Las fotos históricas prueban de una manera quizá más persuasiva que cualquier otro documento que el tiempo es una suma de continuidades y fracturas. Cuando, en 1987, se publicó la primera edición de este libro, les pedí a dos historiadores, Leandro Gutiérrez e Hilda Sabato, que escribieran una nota para la revista Punto de Vista. En el número 30 de ese mismo año se publicó el texto de Gutiérrez y Sabato junto a la foto de la panadería (que los lectores actuales encontrarán en la página 100 de la nueva, completa y magnífica edición) y un comentario de Priamo sobre esa fotografía.
Si se me permite hablar en términos de mi biografía intelectual, no fueron John Berger, ni Susan Sontag, ni siquiera el maestro Barthes, o los análisis de Raúl Beceyro, mis iniciadores. Fue la visión detallada de estas fotos de Paillet, y los temas de una conversación que había comenzado dos o tres años antes: el rescate de los negativos cuya materia es frágil; las excursiones de Priamo por Esperanza y otros pueblos de Santa Fe en busca de los archivos de viejos fotógrafos; la curiosidad de algunos temas repetidos, como las fotos de difuntos. Priamo hacía un trabajo de pionero y a mí, interesada por la historia cultural, me iniciaba en un capítulo extenso y casi desconocido, que se me ocurría fundamental para saber algo más sobre el cotidiano de esos hombres y mujeres fotografiados en sus pueblos y sus campos.
Desde entonces, pasaron muchos años. El entusiasmo pionero de Priamo sigue intacto, aunque hoy es reconocido por muchos más que aquellos que lo escuchábamos en la década del 80 del siglo pasado.
Las fotos de Paillet también hubieran llamado la atención de Walter Benjamin, precisamente porque son lo contrario de las de Atget: en vez de lugares desiertos, los paisajes urbanos y los interiores están ocupados por la vida social. Quien mire hoy los talleres, las herrerías, las panaderías, las peluquerías, los almacenes, puede captar no sólo la muda persistencia de las cosas inanimadas, sino también una respiración que da su vitalidad a la historia: esos hombres y mujeres que han muerto, y, en las fotografías, nos recuerdan que todo pasado es una incalculable sucesión de presentes. Un fotógrafo, en este caso Paillet, retrató a esa gente en esos lugares y aquellos tiempos.
Eligió un encuadre, se preguntó sobre la luz y sobre el foco, y declaró su respeto a la base material de esos momentos de historia. Cito las palabras de Paillet que Priamo transcribe en su prólogo: “Para hacer justicia al negativo es indispensable que sea impreso en papel de grado normal, blanco, semimate, liso o grano fino. No superficie seda. No superficie brillante”. Paillet fue un realista en su modo de representación fotográfica y también en su concepto de que había una verdad en el negativo que debía conservarse. Lo digo en dos sentidos: lo que se había impreso allí y la fragilidad de ese medio amenazado por su corrosión material. En esos dos sentidos se ha movido Priamo.