En su taller literario Hebe Uhart citaba una frase de Flannery O’Connor: “Buena parte del trabajo del escritor está ya hecha antes de que empiece a escribir, porque nuestra historia vive en nuestra forma de hablar”. El amor es una cosa extraña, la recopilación de tres nouvelles inéditas, expone de modo ejemplar esa poética fundada en un oído extremadamente sensible hacia las maneras del lenguaje oral. Uhart hizo de esa escucha un modo privilegiado para construir la propia voz, una voz única en la literatura argentina.
Beni, Leonilda y El tren que nos lleva integran una trilogía hallada tras la muerte de la escritora, en 2018. Escritos entre fines de los años 80 y principios de los 90, en su período de mayor producción, los relatos exponen las grandes líneas de la obra y a la vez introducen particularidades como la tematización del ambiente opresivo de la última dictadura y de cierta experiencia amorosa. También matizan la figura de escritora de Uhart, al mostrar aspectos velados por el reconocimiento de la crítica: “Las frustraciones amorosas, los temores y terrores que debió enfrentar y elaborar, los momentos de vacilación y hasta de quiebre”, dicen Eduardo Muslip y Pía Bouzas, al cuidado de la edición.
Los textos de El amor es una cosa extraña pueden ser leídos así como un libro que cifra claves de escritura y devuelve a Uhart como cuentista, después de haber dedicado los últimos años de su producción a la escritura de crónicas de viaje.
Como explica Eduardo Muslip, el registro del habla no es exactamente verista sino que está sujeto a estrategias y necesidades de la ficción. Uhart no era una antropóloga sino una escritora, y la percepción de modismos, frases hechas, dichos, refranes y expresiones características fue también un asunto de ficción, una materia privilegiada en la que encontró inspiración.
Estados alterados. El modo de hablar funciona como un escudo heráldico en los relatos de Uhart. Los personajes no se distinguen ni se vuelven memorables por sus características físicas sino por las frases, las palabras o las entonaciones que les son propias e intransferibles y que los narradores descubren con una mezcla de sorpresa y fascinación.
La madre de Luisa, la protagonista de Beni, es presentada así con una frase: “En casa ajena nunca supe manejarme”. Otra mujer, en El tren que nos lleva, se caracteriza por la manera en que contesta “es claro” ante cualquier pregunta. El retrato de Clementina, una prima menor de Leonilda “que no terminó su primaria porque la cabeza no le daba”, aparece trazado por un par de interjecciones cuya gracia consiste en la forma particularmente intensa en que expresan el sentimiento de no querer saber nada con el campo después de conocer la ciudad.
Beni, el protagonista del primer relato, va y viene entre Buenos Aires y el campo entrerriano. En los diálogos que sostiene con Luisa teatraliza la conversación y se representa a sí mismo como hablante, un hablante incomprendido, portador de sensibilidad y de razón, que no logra hacerse entender. Como si estuviera en el escenario de un drama grotesco, su discurso desbarranca en el delirio cuando pretende erigirse en sentido común: “Lo único que te falta es histeria, fratacho y teatro”, le dice a su pareja.
En esa particular relación en la que no hay contacto físico, lo que a Luisa le intriga o incluso le atrae de Beni no parece ser más que su modo de hablar y el desconcierto que le produce. Los modismos canyengues y los disparates de Beni se contraponen con los estudios filosóficos de Luisa, y el resultado es una gran confusión: “Ella había estudiado el sumo bien en Platón, el pragmatismo en Nietzsche y la moral del compromiso en Sartre; ahora todas esas teorías daban vueltas en su cabeza”.
Wladimiro, en el relato siguiente, es un polaco que parlotea un español macarrónico, enervado por la desconfianza hacia la gente de la ciudad y las exigencias de un deber ser desconectado del entorno y de los demás. El discurso de Leonilda, la narradora, una mujer humilde del interior del Chaco, observa esos desajustes pero a su vez es otro registro de la extrañeza que provocan el mundo y las convenciones sociales.
En Buenos Aires, adonde se muda, Leonilda trabaja como empleada doméstica y conoce a un psicoanalista brasileño, Ian, que también habla un español atravesado. El extranjero que mezcla los idiomas, que no entiende bien el medio en el que se encuentra, es recurrente en la obra de Uhart, y en esos estados alterados de la lengua pueden encontrarse las revelaciones: para el caso, la idea de que “el amor es un objeto perdido” y también “una cosa extraña”.
La invención de la realidad. La publicación póstuma de un escritor puede ser tan celebrada como puesta en cuestión. Eduardo Muslip y Pía Bouzas se preguntaron por qué publicar la trilogía inédita de Uhart. “Encontramos buenas razones: las tres novelas son materiales concluidos y revisados por Hebe; comparten con el resto de la obra impulsos muy claros, como la construcción de personajes a partir de una escucha atenta al lenguaje oral, la reelaboración ficcional de experiencias autobiográficas, la aparición de su alter ego Luisa, por mencionar algunos muy evidentes”, dicen en el epílogo del libro.
El tren que nos lleva presenta un ambiente desusado en la narrativa de Uhart: la militancia política, el activismo de izquierda, la represión creciente. El tema no es la dictadura sino una ficción autobiográfica sobre sus años como estudiante en la secundaria y en la universidad y los comienzos de su experiencia como docente en el Conurbano. El relato está a la altura de sus grandes textos y sorprende, también, por el modo en que reabre una historia de vida “con aprendizajes oblicuos, con golpes que recibió y que trabajó mucho para procesar”, agregan los editores.
La filosofía “me abrió una amplia perspectiva para entender el mundo”, escribe Uhart; pero a la vez sentó un principio de incertidumbre, porque simultáneamente observa que las posibilidades de interpretación pueden ser diversas y el descubrimiento le provoca perplejidad. Otra escena reveladora transcurre en la facultad, cuando escucha una conversación de integrantes del centro de estudiantes referida a ella misma y donde la definen como “una marciana”.
Sin embargo, esa figura aparentemente ajena a las situaciones que la rodean parece precisamente la que se interroga más a conciencia al respecto. En el tren que la lleva al pueblo donde da clases, la narradora de Uhart encuentra la cifra de un sinsentido generalizado, el de una rutina que solo parece normal porque nadie la pone en cuestión. Lo que se da por sentado no es más que una fórmula vacía, una frase absurda a partir del momento en que el relato rompe el estereotipo.
En la escuela del Conurbano, ante unos chicos que pretenden hacer teatro con el método de Stanislavski y fantasean con cosas que no tienen, Uhart se pregunta si aquello refleja la realidad: “¿Y qué sería la realidad? -–se dice a sí misma–. ¿Acaso yo no sé que la realidad es un invento, que la realidad incluye los deseos?”. En este momento pensaba en lo que ya era un saber propio, el de una escritora extraordinaria.
Las estrategias de la ficción
O. A.
Eduardo Muslip conoció a Hebe Uhart como profesora de Filosofía en el CBC de la Universidad de Buenos Aires, hacia 1985. Poco después leyó su libro La luz de un nuevo día y la llamó por teléfono. “Hice taller con ella durante un par de años, a fines de los 80, y quedamos amigos”, recuerda el escritor.
La luz de un nuevo día se conseguía entonces en mesas de saldo, y no había editores interesados en la obra de Uhart. El taller tenía pocos alumnos y se reunía en la casa de la escritora en el barrio de Almagro, los sábados a la tarde. “Ella consigue un buen vínculo en las editoriales mucho después, con gente más joven que la ve de otra manera, como Damián Ríos y Julia Saltzmann”, dice Muslip.
Beni y Leonilda, las primeras novelas de El amor es una cosa extraña, fueron encontradas en el placar del dormitorio de Hebe Uhart. Después de revisar sus propios papeles, Muslip descubrió que tenía una copia de El tren que nos lleva, el relato que cierra el libro. “En un momento ella quiso tenerme como un posible interlocutor y me pasaba cosas que estaba escribiendo para que se las comentara –explica–. Me parece que no la convencí, porque después ya no esperaba una devolución. El relato estaba en una carpeta de principios de los 90 donde guardé cosas de Hebe; muchas veces ella te daba fotocopias de cuentos como quien regala un libro”.
—¿Cómo era Uhart como profesora de Filosofía?
—Tenía un estilo muy digresivo y de hacer comentarios de curiosidad sobre los textos que daba. Pero también tenía su parte conceptual e incluso escribía. Compartía la comisión con Edith Elorza dentro de la cátedra de Tomás Abraham. En la misma cátedra estaba Carlos Correas, a quien llevaba como invitado a sus talleres. Incluso hay textos de ella sobre filosofía que Abraham publicó en libros colectivos con El seminario de los jueves. Con la filosofía tenía una tensión, por un lado le reconocía una formación fuerte y por otro relativizaba las grandes respuestas. Eso está en su obra, donde usa y se burla al mismo tiempo de los grandes sistemas filosóficos. Antes de entrar a la carrera tuvo además lecturas de filosofía vinculadas con religión –obras de san Agustín, de los místicos– que le daba el hermano. Tenía un hermano cura que murió en un accidente de tránsito.
—¿Qué otros textos inéditos quedaron de Uhart?
—Lo que hay son muchas libretas de apuntes que después volcaba a lo que escribía. Hebe siempre escribió a mano. Normalmente otras personas le pasaban los textos, primero a máquina y después a computadora. Y también hay muchas anotaciones para las crónicas. Nada autobiográfico, nada tipo diario íntimo. Aparecieron textos breves, cosas que no llegó a publicar o que publicó y después no recogió en libros.
—El hecho de que estuviera más pendiente de lo que escribía en el momento, antes que de lo que ya tenía escrito, habla de su relación con la propia obra.
—Sí. Una escritora me dijo una vez que ella estaba tranquila porque ya tenía una obra. Se lo comenté a Hebe y le pareció entre deprimente y escandaloso. Obviamente tenía alguna idea de valor de lo que hacía, aunque fuera pudorosa. Pero estaba más conectada con el presente. De hecho al final de su vida, en la internación, tomaba notas y preparaba su crónica del hospital. No le gustaba que le preguntaran por las cosas más viejas, porque se había distanciado incluso de parte de lo que se reeditó.
—En los tres relatos de “El amor es una cosa extraña” es constante la atención hacia las formas de hablar de la gente.
—También hay algo de artificio. Más allá del registro, ella no tenía ningún problema en asignarle a un personaje cosas que había leído o no tenían nada que ver con la persona que supuestamente estaba representando. Son las estrategias de la ficción. Los personajes tienen incluso algo de máscara, porque les asignaba frases propias. Hay una evolución de su voz. Muchas veces cuenta las mismas historias, lo que cambia son las inflexiones de la voz con que las narra. Era una búsqueda formal, aunque a ella no le hubiera gustado que lo planteáramos así.
—¿Por qué el tema de la dictadura y las experiencias amorosas, presentes en el libro nuevo, son raras en su obra?
—Ella escribió sobre aspectos de la dictadura y dejó esos textos porque sentía que no cerraban del todo. Yo di cuentos de La luz del nuevo día en la materia que tengo en la universidad y los alumnos me preguntaban por qué no hay referencias a la dictadura, si era a propósito. En ese momento, cuando publicó el libro, no había censura. Según un lugar común hay que ver lo que se silencia. Pero no, la dictadura no está en esos cuentos, no hay vueltas. Había cosas que no estaban en su repertorio, a las que no les encontraba el punto, según decía. Tenía incomodidad con la representación de lo erótico y también con aspectos de violencia extrema. Es curioso que haya escrito tantas crónicas sobre indígenas de distintas regiones y jamás enfoca los genocidios. Más bien marca la supervivencia. Y en las situaciones amorosas hace algo parecido.
“Ella es marciana”
Hebe Uhart
En los cafés de la facultad descubrí la clave de todo lo que había sufrido antes: era que mis padres no me comprendían. Yo tenía dos o tres amigos con los que hablábamos de libros, de la vida y de cómo nuestros padres no nos comprendían. Ya sabía en qué consistía la vida: era una eterna conversación, pero no con cualquiera; solo con alguien que hubiera hecho por lo menos primer año de Filosofía o de Letras. La gente de Medicina o de Derecho nos parecía tan ignorante como el plomero Pachín de mi pueblo. Yo siempre había creído que Pachín era pobre, pero en mi casa comentaban: “Ha hecho buen dinero”. Y a mí ya no me importaba absolutamente nada ni del viejo Pachín ni de los pobres medianos o ricos del pueblo, eran todos ignorantes. Casi todos habían progresado, pero era gente que no leía. Pobres genuinos eran los de Dostoievski, fieles a su esencia y al drama de su vida. Además de esos criterios chatos, si ganó buen dinero, ¿a quién le importa? ¿Para qué le servía el dinero a esa gente, si hacía siempre la misma vida de desayuno, almuerzo y cena? Yo había visto en la facultad a muchachos pobres que se vestían de ricos y viceversa, y muchas veces ni se sabía si alguien era pobre o rico. ¡Cuánta apertura en la ciudad! Ahí debía vivir yo, debía tener un departamento en la ciudad, yo me lo merecía.
Ya el año anterior, fuera porque nos viéramos siempre o porque yo lo quisiera, había empezado a cruzar unas pocas palabras con mis compañeros de clase. En las clases yo siempre estaba leyendo algo que no tenía nada que ver con lo que decía el profesor. Y también cambiaba unos saludos con los del centro de estudiantes. Una vez escuché que uno de los muchachos del centro decía de mí: “Ella, ¿qué es?”. Y otro dijo: “Ella es marciana”. Yo no acusé recibo en el momento ni me ofendí: pero cuando me los tropezaba sentía una cierta incomodidad y apuraba el paso; no quería que supieran que yo había oído eso. Después un compañero de curso me invitó a repasar las categorías kantianas para un examen; no sé por qué las repasamos sentados en un banco de la plaza. Él era muy amigo de los del centro de estudiantes, y mientras él tomaba la tabla de categorías, yo pensaba que me estaba examinando para ver si era marciana. Parecía sorprendido al ver que yo respondía bien y yo, contenta por un lado al haber vencido esa fama y, por otra parte, mortificada por esa desdicha de la condición humana: siempre sujeta a examen.