CULTURA
ARTE Y ECOLOGÍA

Ocio, vacaciones, ¿descanso?

Ganadora del León de Oro de la Bienal de Venecia 2019, se presenta esta semana en Colón Fábrica la ópera-performance Sun & Sea, de Rugilė Barzdžiukaitė, Vaiva Grainytė y Lina Lapelytė. Es parte de la programación del Colón Contemporáneo, un ejercicio escénico único que despide con sofisticación los excesos del verano.

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Sun & Sea. | cedoc

Entre algunos de los ejemplos de artistas que Walter Benjamin proporciona en Experiencia y pobreza, su célebre ensayo de 1933 para diagnosticar el fin de las certezas del siglo XIX y el comienzo del siguiente por medio de la atronadora destrucción que fue la Primera Guerra Mundial, está James Ensor. El filósofo alemán considera al pintor belga como uno de los representantes de ese preludio del siglo XX, cuando todavía el sistema no había detonado, pero empezaba a resquebrajarse. A partir de los cuadros de James Ensor que cita Benjamin en el texto asistimos a una danza macabra, máscaras y colores chillones en los que el cuerpo ha perdido sus estrategias corporales. Un cuerpo, diremos más adelante con Giorgio Agamben en Notas sobre el gesto, que ha perdido su gesto. En todo caso, Ensor pinta esa pérdida de gestos de la burguesía de fines del siglo XIX.

El análisis que hace el filósofo italiano es sobre el estudio clínico y psicológico que, a fines del siglo XIX, investiga Gilles de la Tourette. Uno de los gestos humanos más comunes fue analizado con métodos científicos. Se medían las huellas que el paciente dejaba sobre un rollo de papel blanco. Como una metáfora de lo iniciático, el papel en blanco y el sujeto que va a pisar por primera vez, una y otra vez, aunque diferente, para dejar su pisada, su huella, su marca, ahora desconocida, deforme y desajustada. Una huella que se desprende del sujeto. Se des-sujeta, extrañándose y desclasificándose, y deberá ser reclasificada. Leemos en Agamben: “Una época que ha perdido sus gestos está obsesionada a la vez por ellos; para unos hombres a los que se les ha sustraído toda naturaleza, cada gesto se convierte en destino. Y cuanto más perdían los gestos su desenvoltura bajo la acción de potencias invisibles, más indescifrable se hacía la vida. Es en este período cuando la burguesía, que pocas décadas atrás se encontraba todavía en sólida posesión de sus símbolos, cae víctima de la interioridad y se entrega a la psicología”.

Así es que Ensor pinta a la humanidad como algo estúpido, amanerado, vano y odioso, retratando a los individuos como payasos o esqueletos, y máscaras de carnaval en lugar de rostros. También los ubica en la playa. Uno de sus cuadros más famosos es Los bañistas de Ostende, un óleo sobre madera en tiza negra y lápices de colores, que recrea de manera satírica un día en ese balneario de Bélgica en el que pasó prácticamente toda su vida, desde que nació, en 1860, y murió, en 1949. Poco salió de ese paseo marítimo, aislado de las corrientes artísticas, rodeado de arena, caracoles y los objetos extraordinarios de la tienda de la abuela aficionada a las máscaras, animales disecados, armas exóticas, libros viejos, cartografía y porcelanas de China. Fue un pintor extraordinario y turbulento que logró, sin proponérselo, abrir el camino para los surrealistas y el Expresionismo. Logró que el carnaval –al que iba de niño disfrazado y muerto de miedo al mirar a los monstruos–, la muerte y el mar sean la inspiración para darle un contenido contundente al surgimiento de las masas que plasmó en sus cuadros.

Vamos a la playa. La ópera-performance Sun & Sea, de Rugilė Barzdžiukaite, Vaiva Grainyte y Lina Lapelyte, ganadora del León de Oro de la Bienal de Venecia 2019, ubica en una costa imaginaria a un grupo de personas de diferentes edades, mujeres, hombres y niños, recostados al sol, leyendo, jugando con la arena, sentados en sillas de plástico, mientras comen, conversan, duermen en las poses bastante reconocibles de un descanso (casi) normal veraniego. Una luz artificial hace las veces de un sol brillante y las toneladas de arena esparcidas en el lugar cerrado emulan a esa playa que es el soporte de la idea de ocio, vacaciones, descanso.

No todo lo que parece es, ya lo sabemos. La escena bucólica, sin conflicto aparente, se transforma y el sonido de la rompiente, manso, acompasado, relajante, se estrella con “el crepitar de las bolsas de plástico arremolinadas en el aire, su silencioso flotar, como medusas, bajo la superficie del agua. El estruendo de un volcán, o de un avión, o de una lancha. Después, un coro de canciones: canciones cotidianas, canciones de preocupación y de aburrimiento, canciones sobre casi nada. Y, por debajo de ellas, el lento crujido de una Tierra exhausta, un grito ahogado”, según el texto que introduce Lucía Pietroiusti, curadora de Sun & Sea. 

En ese mismo texto, la curadora que trabaja en la intersección de arte y ecología, generalmente fuera del formato de galería, y es la fundadora del proyecto General Ecology en la galería Serpentine de Londres nos propone que imaginemos una playa, “y a ustedes en ella, o mejor: mirando desde arriba –el sol abrasador, protectores solares, trajes de baño brillantes y palmas y piernas sudorosas–. Las extremidades cansadas estiradas perezosamente sobre un mosaico de toallas. Imagínense el chillido ocasional de niños, risas, el sonido de un carrito de helados a lo lejos. El ritmo musical de las olas al romperse, un sonido relajante (de esta playa en particular, no de otro lugar)”. 

Esta invitación, entonces, fue la que analizó Graciela Speranza en Lo que no vemos lo que el arte ve, un libro publicado en 2022 (Anagrama), cuando el “lirismo afectado de la ópera contrastaba con el realismo prosaico del cuadro, y convertía la escena de tableau vivant de nuestra desidia, una alegoría sutil de nuestro letargo frente al desastre ecológico”. En ese paisaje, que tuvo un derrotero desde su invención hasta este siglo, sucede el acto singular que va uniendo las voces de los cantantes: personajes que emergen de los bañistas tendidos, sentados, en pleno juego, sin abandonar la postura, la afectación y el gesto. 

Protector solar. Mientras tanto, los espectadores circulan a lo largo de unas pasarelas elevadas. No hay ubicaciones fijas, al tiempo que se desarma la jerarquía de los sitios preferenciales. Una suerte de paraíso, metáfora de la acústica que como en los teatros italianos en herradura, como el Colón, la calidad del sonido aumenta a medida que se asciende en los niveles, al tiempo que, de resguardo provisorio para presenciar la catástrofe del planeta, el infierno de nuestra forma de vida. Es un continuo ir y venir para recorrer la escena, identificar las situaciones, ordenar el repertorio. Echarle una mirada que será interpelada con el contenido de los temas del libreto que va desde la crisis ecológica hasta el mundo del trabajo, el consumo y la globalización. 

Asimismo, la escritora e investigadora argentina considera que esa “perspectiva cenital, asociada hoy a la mirada despersonalizada del dron o la tecnología de la vigilancia, se humaniza y a la vez se expande el cuadro, como si el punto de vista se adecuara a todo el complejo y la escala inabarcable del desastre planetario”. 

Del Infierno al Paraíso, ida y vuelta. La pregunta sobre cuándo la playa se transformó en lo que hoy entendemos de ella se impone. Porque si reconocemos la idea clásica del mar como el lugar de peligro al que solo se iba por necesidad (buscar alimento, ir a la guerra, volver a la casa) y por consiguiente la costa como un sitio de resguardo, para la espera, para arribar, pero nunca para tirarse panza arriba a tomar sol, ¿cuándo fue que esa amenaza se volvió inocente y dio para plantar una sombrilla, comer sánguches de milanesa, revolcarse y “hacerse milanesa”, construir castillos, barrenar, quemarse los pies para llegar al agua, sentarse en la orilla, juntar caracoles y almejas? 

Alain Corbin, el historiador francés, analiza el fenómeno de la invención de la playa en Occidente para el ocio. Por un lado, en su libro indaga las raíces del miedo y la aversión a la playa; por el otro, explica esa modificación a partir de 1750 al observar en la historia una corriente de bañistas hacia la playa. Las causas que originan esta movilización se encuentran en la búsqueda de alternativas de las clases dominantes para vencer la melancolía y angustia que se apodera de esta clase social en ese siglo. Para ese momento, aparece la práctica del baño frío en agua salada. Según Corbin, “la playa endurece a los individuos esclavos del confort que sólo saben caminar sobre alfombras”. Hasta ahí, era un proyecto moralizador que corrige las formas viciosas del vivir y atenúa las pasiones. Faltaría un poco para que la playa se transforme en un proyecto recreativo, relacionado con el turismo, la circulación de personas. 

También esta nueva versión de la playa está en El territorio del vacío. Occidente y la invención de la playa (1750-1840), de Corbin. Porque a principios de 1840 llegó el tren a Brighton, que se convirtió en el primer balneario de mar del mundo occidental. La extensión de agua salada, por fin, dejó de tener solo efectos benéficos para personas con problemas de salud, sino que fue un espacio para que las clases altas buscaran la armonía entre cuerpo y naturaleza y se apropiaran de la playa para el bonum otium.

Esa playa atestada de la burguesía de siglo XIX fue la que vio Ensor y en la que situó la escena de aglomeración, indeterminación, fastidio, en fin, la crítica social. Logra transformar el espacio de recreación y esparcimiento en una montaña indefinida de seres, con el culo al aire muchos de ellos, recreando una gran sopa que no da demasiado gusto saborear. Por su parte, en ese mismo cuadro hay dos personajes subidos a la casilla del balneario que observan, desde arriba, con unos catalejos. En ese momento crucial, Ensor detecta muy rápido, en el proemio del siglo XX, el surgimiento de esa industria del bienestar que atravesará la centuria siguiente, mientras vislumbra su decadencia. Se anticipa a la destrucción y la debacle que hará que los sujetos pierdan esa forma de vida, tal como la conocían. Es probable que uno de los que estén mirando desde arriba, con el prismático enfocado hacia el mar, hacia el futuro, sea el propio artista. 

Quizás en esta misma tradición, Sun & Sea sea el punto final que el arte le da al desasosiego del mundo, la constatación de la ruina y calamidad del planeta, en duda si a tiempo con la advertencia de los mares contaminados y las playas de residuos plásticos. Siempre observada desde arriba, tanto en el cuadro de Ensor como en este caso, la playa es algo más que un lugar de diversión y descanso.

 

Prehistoria visual

Sun & Sea forma parte de la programación del COLÓN CONTEMPORÁNEO que está dirigido desde su inauguración por Martín Bauer en 2012 y es uno de los ciclos de música contemporánea más prestigiosos de Latinoamérica. 

La ópera performática se presentará el 16, 17, 18 y 19 de marzo en el COLÓN FÁBRICA del TEATRO COLÓN, situado en Av. Don Pedro de Mendoza 2163. 

Cada día se realizarán 4 funciones de 1 hora de duración cada una en los horarios de 16, 17 y 18 hs., sin interrupción. En cada turno podrán ingresar 200 personas. No habrá localidades fijas. El espacio para los espectadores es un andamiaje elevado con barandas de 4 metros de altura sobre la “playa” construida con toneladas de arena. 

Las entradas podrán adquirirse en la boletería y página web del Teatro a partir del 8 de marzo.

El equipo artístico, técnico y de producción internacional de Sun & Sea involucra 29 personas, 15 de las cuales son los integrantes del coro que protagonizan la obra; además de ellos, varias docenas de personas trabajan en el equipo de producción y realización del Teatro Colón. No todos los bañistas serán extranjeros: las autoras piden que en cada presentación participen “extras” locales.