CULTURA
A propsito de la obra teatral "Camino al cielo"

Ojos que no ven

Nuestros militares torturadores utilizaron el mismo método que sus maestros nazis.

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A mediados de 1943 el alto mando alemán comprendió que el sueño imperial del führer comenzaba a ser una pesadilla: el ejército soviético avanzaba sobre Berlín y poco tiempo después se iba a producir el desembarco aliado en Normandía. Tal vez, por aquello de acelerar el inevitable final, algunos oficiales nazis de alto rango decidieron eliminar a Hitler. El 26 de julio, en una reunión del Estado Mayor, colocaron una bomba cerca de su silla; pero el artefacto, elemental y precario, sólo le provocó algunas heridas leves. Unos meses después Hitler proclamaría “la solución final”: una definitiva condena a muerte para los millones de judíos que estaban hacinados en Auschwitz, Treblinka y los otros muchos campos.

En junio de 1944 la Cruz Roja obtuvo permiso del gobierno alemán para visitar el campo de concentración de Terezin, a pocos kilómetros de Praga, querían verificar si eran ciertos los horrores atribuidos al nazismo. Un comandante, siguiendo la premisa de Goebbels (miente, miente, que algo queda), montó una ciudad de mentira cercana a Terezin. Esa ciudad estaba poblada por judíos de verdad que, a punta de pistola, debían asegurar que pese a estar prisioneros se encontraban en el mejor de los mundos. El delegado de la Cruz Roja que visitó la ciudad de fantasía elevó un informe favorable al régimen de Hitler: creyó o quiso creer lo que veían sus ojos. ¿Ingenuo o cómplice?

Hace un par de días en el Teatro General San Martín se estrenó Camino del cielo, una obra del español Juan Mayorga que recrea aquel episodio. La pieza se abre con un monólogo del delegado de la Cruz Roja quien, años después de finalizada la guerra, se replantea la pregunta. La respuesta es no lo ví o, incluso, no lo supe ver; jamás: no lo quise ver. De pronto uno advierte que se trata de la misma pregunta y la misma respuesta repetidas veces declamada en nuestro país a pocos días del fin de la dictadura militar. Aquellos que colocaron la calcomanía en el vidrio trasero de su auto, Los argentinos somos derechos y somos humanos, y que rápidamente la despegaron no bien Bignone puso la banda presidencial en el pecho de Alfonsín, persisten en afirmar que jamás vieron nada, ni siquiera sospecharon esos horrores.

En definitiva, nuestros militares torturadores utilizaron el mismo método que sus maestros nazis. Fueron capaces de crear un universo de fantasía: en numerosas ocasiones elegían a las prisioneras más bonitas, las vestían con ropa cara y elegante y las llevaban, como damas de compañía, a restaurantes de lujo o a discotecas exclusivas. Igual que los judíos presos en el campo de concentración de Terezin, las presas argentinas debieron interpretar el papel que les habían asignado; como muchos de esos judíos, no vivieron para contarlo. A ellas, como a aquellos judíos, no se les puede culpar. ¿También quedan libres de culpa quienes desde una supuesta ingenuidad fueron espectadores de esa mentira?

Un buen montaje teatral puede hacer cierto lo falso. Shakespeare lo explica en el tercer acto de Hamlet, cuando el príncipe instruye a los cómicos de qué modo deben representar la obra que él ha escrito. Un espectador ingenuo puede dar por verdadero lo que está viendo sobre el escenario: cuando los hermanos Podestá llevaban la pieza Juan Moreira por los pueblos del interior, en más de una ocasión el actor que interpretaba al sargento Chirino debía huir de los espectadores que querían vengar la muerte de Moreira. ¿Fueron espectadores ingenuos aquellos que orgullosos proclamaban que los argentinos éramos derechos y humanos? No, ellos mismos íntimamente saben que no, pero igual que el delegado de la Cruz Roja seguirán afirmando que no vieron el horror; jamás reconocerán que no lo quisieron ver. El verdadero y terrible final de esta farsa se producirá en la sala Casacuberta del San Martín, cuando más de uno de esos falsos ingenuos aplauda emocionado Camino del cielo.