En el inventario de mi existencia habitan extensas placas de vacío, cristalizadas en los anaqueles de la memoria rota. (He escrito sobre esta carencia en algunas de las piezas desvariadas que aquí presento.) Desde hace años intento reparar esos hiatos de mi pasado rengo, pero mis familiares, siempre esquivos a ayudarme, se empecinan en morir, internarse en loqueros, suicidarse o simplemente desaparecer. Ya no queda mucho donde raspar en mi familia estrecha –a mis hermanos no les interesa ordenar el puzzle- y me arrincona la angustia que quedará ahí, encapsulada, reverberando en Íntimos temblores, como un viento de ánimos.
Por lo demás, soy un pésimo archivista. Digamos que en el ejercicio encomiable del entusiasta, promuevo con devoción el oficio del acumulador; todo aquello de lo que los demás parientes buscan desprenderse, yo conservo. Tengo centenares de diapositivas, fotos, cartas, documentos, y muchos etcéteras de mi familia que no consigo rotular, no logro ordenarlos, mucho menos fichar. Esta tensión roza el paroxismo cada vez que mudo, operación que ejecuto cada dos años desde que perdí mi casa a manos de mi ex. En el último artículo titulado Caja sorpresa (edición 1634), intenté volcar parte de la experiencia.
Ayer mismo decidí atacar tres cajas inmensas que los operarios de la mudadora titularon con fibra “Cosas living”. En una de ellas se escondía una caja más pequeña, de zapatos, forrada con un papel azul saturado y dibujo con flores blancas; en el centro de la tapa, la palabra Pablo estampada con esas rotuladoras manuales extendidas como reguero de pólvora en los años ochenta. Pablo es mi hermano, fallecido de cáncer a los cinco años, cuando yo apenas había cumplido los tres. La muerte de mi hermano quedó grabada en mí como quien siente que anochece a sus espaldas; yace ahí, en la cara oscura de una ausencia perturbadora. Mis padres siempre se esforzaron en esquivar hablar de él, de manera que transitaba en mi infancia como un fantasma aterrador. No lograba comprender si había muerto por mi culpa o había sido asesinado por algún virus criminal, salvaje. Vuelvo: dentro de la caja florecieron algunos elementos que permiten seguir ensanchando mi archivo zoquete. Describo: un diminuto gorro de lana azul, con pompón blanco; dos hojas (amarillentas ya) mecanografiadas, encabezadas de la siguiente manera: “H. Gral 601. Dr Cosme Argerich f. 1234 / Orientación al Alta del Recién Nacido”; dentro de un sobre, un mensaje: “cariñoso abrazo para la mamá, felicitaciones al papá y un beso al bebé. Nidia”; dos fotografías que desconocía de mi madre, impresas en enero de 1969 (mi mamá con 24 años); trozos de pelo (de mi hermano) dentro de un sobre mínimo; un moño rojo con prendedor (en una de las pocos fotos que atesoro de mi hermano luce ese moño, camisa blanca, cabeza pelada por la quimio); una ficha cuyo frente se divide en dos: del lado izquierdo el dibujo de un/a bebé con chupete jugando con unos cubos, del otro datos: Maternidad HMC / Fecha 12-6-73 / Nombre Bellotti Pablo Damián / Cabeza 34 cm / Perímetro torácico 33 cm / Peso 3.650 kg / Talla 50 cm / Doctor García. En el dorso instrucciones para preparar Fórmula S-26 (una leche para lactantes); por último, un hallazgo: escudo escolar rojo bordado en el que se lee “Jardín de Infantes Las palomitas”. Nunca supe que mi hermano había ido al jardín; lo imaginé siempre entrado y saliendo de sus hospitalizaciones. El descubrimiento me alegró; saber que al menos durante un breve lapso de tiempo mi hermano y mis padres jugaron a ser felices.