No es mi intención hablar aquí sobre la magnífica novela de Turgueniev, que revela antes que Dostoievski la densa trama de los vínculos familiares. Pero no se me ocurrió otro título para estas líneas.
En el lejano año de 1979 escribí en México un artículo sobre la novela más terrible y mejor lograda de David Viñas, Cuerpo a cuerpo, publicada poco tiempo después de que sus dos hijos fueran secuestrados y “desaparecidos”. Tanto Gelman como Carlos Alonso compartieron con Viñas ese destino de perder hijos en circunstancias aterradoras y de sobrevivirlos.
Sin embargo, hubo otros hijos que tenían menos edad en esos años y que, en la actualidad, dan diversos testimonios de su infancia y de sus padres “combatientes”, que los involucraron en situaciones límite y dolorosas. Algunos de los casos más notorios fueron el del cineasta Benjamín Avila, con su brillante Infancia clandestina, y el de Laura Alcoba, con sus intensas novelas autobiográficas escritas en francés. Las marcas de lo vivido han sido tan lacerantes que Alcoba, en La casa de los conejos, confiesa que si escribe “desde la altura de la niña que fui, no es tanto por recordar como por ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco”. Dejar atrás el horror de la violencia y el dolor es una tarea que el ser humano rara vez alcanza por completo.
La novela (2007) se llamó en el original Manèges (¿el término alude a las calesitas o a su significado familiar de “modos incomprensibles de obrar”?). Los hechos transcurren en una casa donde se construyó un embute de grandes proporciones para ocultar armas, documentos, dinero, prensa, etc., es decir, un escondrijo importante de Montoneros. Esta niña de siete años debía realizar un esfuerzo extremo para comprender las reglas de juego de la clandestinidad. El gran mérito de la autora es describir las situaciones con la mirada inextinguible de la niña que la habita.
El azul de las abejas, traducida hace pocos meses, que bien puede leerse como continuación de la anterior, transcurre sobre dos ejes principales: la relación epistolar con su padre preso y su traumática inserción en Francia, después de no ver a su madre durante dos años. El personaje tiene ya diez años y, por momentos, el texto funciona como una verdadera Bildungsroman. La recreación de ese mundo y el esfuerzo por conquistar una lengua, que hizo suya con solvencia, me hizo recordar a Cioran: “Son mis defectos de elocución (…) lo que me ha impulsado (…) a hacerme más o menos digno de un idioma que maltrato cada vez que abro la boca”.