Su delicado estado de salud no le impidió a Piglia enviar un texto de agradecimiento por el premio que recibieron en su nombre la nieta de Beba Eguía, Carlota Pedersen Madero, y su editor, Jorge Herralde. Allí leyeron: “Basta verse de lejos para que la ironía y el humor conviertan los empecinamientos y las salidas de tono en un chiste. La vida contada por el mismo que la vive ya es un chiste, o mejor, dijo Renzi a sus amigos, una broma mefistofélica”. Previamente, entre sus fundamentos, el jurado había asegurado que “la obra de Piglia orquesta como pocas un homenaje a la diversidad y traducibilidad de los relatos del mundo, y ha elevado a rango estético de primera magnitud el hablar de literatura y departir de escritores”. Como los ditirambos tienden a hacer olvidar los múltiples antecedentes literarios, que nos enmarcan desde el surgimiento de la escritura, es importante recordar que por lo menos desde El Quijote existe ya ese “hablar de literatura”.
El laberinto del yo y la responsabilidad. En El hacedor, su autor incluyó uno de sus textos más célebres: Borges y yo. Cuando lo entrevisté en el lejano 1975, haciendo un chiste le dije: “O sea que nunca vamos a saber con cuál Borges hablamos”; respondió en el acto: “No, pero yo tampoco”. Parece que con Piglia nos encontramos frente a una situación parecida.
Esta especie de aporía literaria se continúa en los diarios de Piglia/Renzi y en algunos pasajes de la película 327 cuadernos de Andrés Di Tella, dedicada a la vida de Piglia. Por momentos da la impresión de que Piglia ha construido su carrera literaria como un thriller, abrevando no sólo en Borges sino también extrayendo de numerosas fuentes para construir su corpus narrativo, “plagiando” incluso a periodistas, autores varios y hasta a algunos detectives de las novelas policiales que publicaba hacia 1970.
Cuando lo vi por primera vez dirigía la colección Serie Negra, de la editorial Tiempo Contemporáneo, y trabajaba en la revista Los Libros, que fundó Héctor Schmucler. Desde un primer momento, Piglia, al amparo de la transtextualidad, la hipertextualidad y la intertextualidad, se permitió utilizar numerosos segmentos de otras plumas, efectuando en sus narraciones una especie de gran collage. Este diario no ha escapado a esa regla. “Escribimos siempre para personas concretas, y se podría escribir un ensayo sobre el sentido de las dedicatorias”, escribe en su Diario aludiendo al ensayo de Barthes sobre la dedicatoria. Por otra parte, ¿cómo se podría estar seguro de nombres, fechas y lugares si todo, según esa teoría, transmuta en ficción?
Un gran poeta detestado por Borges dijo en su excepcional “temporada en el infierno” que “Yo es otro”. El magnífico texto Borges y yo con la cuestión del doble (Döppelganger) ¿proviene de Jean-Paul, del “William Wilson” de Poe o de la novela de Dostoievski? Imposible saberlo. ¿No era acaso Byron el que ya decía que el poeta era un yo sin yo? ¿Y no fue Thomas de Quincey quien estimuló a Borges a disolver todos los textos en “la biblioteca de Babel”? A su vez Piglia escribe en su reciente libro: “Releer mis cuadernos es una experiencia novedosa, quizá se puede extraer, de esa lectura, un relato. Todo el tiempo me asombro, como si yo fuera otro (y es lo que soy)”.
Rimbaud expresó la alteridad fundamental que se le comenzaba a abrir al hombre que podríamos denominar contemporáneo. Conrad expresa en su relato The Return este ingreso al mundo alienado de la gran ciudad para inmediatamente hacer que su personaje decida abandonar su casa después del retorno de su mujer. ¿Quién puede saber adónde se retorna y cuándo se parte? “Un hombre que, para vencer el pasado de su mujer, la deja y se convierte él mismo en pasado para ella. Un pasado más novedoso o más valioso que el anterior”, Piglia dixit. ¿Es el “Wakefield” de Hawthorne o Conrad? ¿Cómo saberlo?
Kafka, a su turno, en El proceso describe las vicisitudes de un hombre que es arrestado sin que supiera cuál era el delito que había cometido. En este estado de cosas, resulta extremadamente difícil saber dónde comienza la responsabilidad de uno, tanto en sus palabras como en sus acciones.
Como según la sentencia bíblica no hay nada nuevo bajo el sol (Eclesiastés 1:9), no es difícil encontrar algún antecedente vinculado a la novela extremadamente original de Kafka. Por ejemplo, Ammiani Marcellini cuenta, al poco tiempo de producirse el hecho, que en el proceso a Numerio, en el año 357, el acusador público Delfidio, ante la imposibilidad de lograr que el funcionario reconociera los delitos que se le imputaban, se dirigió al futuro emperador Juliano el Apóstata para lamentarse: “Gran César, ¿podría alguna vez haber un culpable si a éste le bastara con negar la acusación?”. Juliano respondió sagazmente: “¿Podría alguna vez haber un inocente si bastara con acusarlo?”.
‘Respiración artificial’ y ‘La dictadura alemana’. Habría que emprender una exhaustiva “deconstrucción” para poder precisar de cuáles de sus miles de lecturas provienen muchas de las páginas de Piglia. Daré simplemente un par de ejemplos.
Tres décadas antes de que en El camino de Ida se lanzara a describir “la terrible violencia de los hombres educados”, Piglia contaba con dos volúmenes de relatos, La invasión y Nombre falso, donde se encuentra su brillante Homenaje a Roberto Arlt, posiblemente lo mejor que ha escrito, además de algunos ensayos recogidos posteriormente en Crítica y ficción. Pero con Respiración artificial ya se aprestaba a asegurarse una entrada triunfal en las letras argentinas, con el considerable apoyo de cierta crítica académica incondicional.
Cuando en 1980 fue a dictar una conferencia a la UNAM, en México, sosteniendo la peregrina idea de que Borges era un escritor del siglo XIX y Arlt del XX –idea provocativa, aunque insustancial, lanzando además la insólita afirmación de que le parecía difícil que Borges conociera a Mallarmé–, Piglia comenzaba a construirse un nombre en la ambigüedad que reina, desde Aristóteles, entre lo verosímil y aquello que no lo es. El cruce entre realidad y ficción, entre historia y literatura, quizás sea el verdadero argumento de Respiración artificial. En un comienzo, parecía que Piglia se preparaba para competir con el autor de El Aleph, pero éste resultaba un bocado excesivo para sus mandíbulas jóvenes y prefirió volver sobre sus pasos y mutar sus opiniones sobre el autor de su caro Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.
Por esa época, pese a todos los años transcurridos desde la aparición de las vanguardias, la literatura constituía todavía un terreno experimental. Cuando Respiración artificial circuló en México, los exiliados nos abalanzamos a leerla. En esta novela, como se sabe, hay varios niveles donde se fusionan distintos géneros y subyacen teorías literarias que se añaden a la literatura conceptual. Ya en ella aparece el nombre de Philip K. Dick, que le sirvió a Piglia para ilustrar diversos aspectos de la construcción literaria y de los aspectos ucrónicos. No faltaba tampoco el formalista ruso Yuri Tinianov ni Emilio Renzi. Este múltiple cruce ficcional y teórico lo llevó a conjeturar un encuentro entre Kafka y Hitler en un bar de Munich.
Mientras leía la novela, casi al final, algunos párrafos me comenzaron a sonar como ya leídos. Imposible, me dije. ¿Había leído esas páginas en estado de vigilia y las había olvidado? Mis especulaciones duraron poco, ya que mi memoria (de aquella lejana época) era mucho más eficaz que la actual. Los párrafos que encontré en Respiración artificial eran casi idénticos a los leídos por mí algunos pocos meses antes en La dictadura alemana de Karl Dietrich Bracher en dos volúmenes, traducida por José A. Garmendia, es decir, los párrafos casi textuales pertenecían en realidad al traductor. De entre las páginas 86-94 del primer tomo de esta edición (Alianza, 1973), Piglia había utilizado casi los mismos términos para describir a Hitler entre las páginas 194-198 (Sudamericana, 1988). La costura era perfecta.
Casi como si se tratara de los ejemplos que proporciona Borges en su relato Pierre Menard, autor del Quijote, en una versión se lee: “La detallada investigación de Kluge permitía hacerse una idea del tipo de textos que constituyeron la base ideológica de Hitler y lo impulsaron a la política. Entre los principales se destacaba una revista, una especie de folletín de gran difusión que llevaba por título el sonoro nombre de la diosa germánica de la primavera: Ostara” (Piglia). Y en la otra de La dictadura alemana: “Una detallada investigación se ha encargado de suministrarnos una idea del género de lecturas que impulsaron a Hitler a dedicarse a la política. Entre ellas figuraba una revista folletinesca, de venta en todos los quioscos vieneses desde 1905 y de gran difusión, que llevaba por título el sonoro nombre de la diosa germánica de la primavera, Ostara” (Bracher/Garmendia).
Inmediatamente después: “Esa revista, cuya colección yo consulté, unos días después, en la misma biblioteca del British Museum, predicaba una mitológica historia racista, tan excéntrica como sanguinaria, confeccionada por un ex fraile llamado Adolf Lanz (1874-1954). Este otro Adolf se hace llamar Adolf Lanz von Liebenfels e intenta fundar una Orden de Varones, integrada por arios, rubios de ojos azules, etc. El Castillo de la Orden, continuó Tardewski, se encontraba en Werfenstein, Baja Austria, y fue adquirido con la ayuda económica de industriales alemanes interesados en las ideas de Von Liebenfels” (Piglia). Y en el original: “Esta revista predicaba la mitológica historia racista, tan excéntrica como sangrienta, de un ex fraile, de nombre Adolf Lanz (1874-1954). Se hacía llamar Lanz von Liebenfels e intentó fundar una orden de varones, integrada por ‘arios’ rubios y de ojos azules. El ‘castillo de la orden’ se hallaba en Werfenstein (Baja Austria) y su adquisición le había sido facilitada por industriales admiradores suyos” (Bracher/Garmendia). Este procedimiento literario ¿constituye un plagio?
El reverendo Dodgson: ¿un impostor? Una de las definiciones de “plagiar” dice: “Apropiarse en una obra original, y por metonimia de su autor, de elementos, fragmentos, de los cuales se atribuye abusivamente la paternidad reproduciéndolos, con más o menos fidelidad, en una obra que se la presenta como personal”. Asimismo, la paráfrasis fue un recurso muy utilizado por Piglia/Renzi en Respiración artificial, siguiendo desde el título los Artificios de Borges. Allí escribe “una novela hecha de citas”, remedando al Flaubert de “una novela hecha de nada”. “La historia es el único lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar”, se lee en Piglia, mientras Joyce señalaba en los comienzos de Ulises: “La historia, dijo Stephen, es una pesadilla de la que intento despertar”. Los ejemplos pueden multiplicarse y, francamente, no hay nada reprochable en estos recursos, salvo el sistemático intento de hacer pasar gato por liebre. Pero ¿no es lo que hace el reverendo Dodgson en su maravillosa Alicia? ¿Es lo mismo? ¿Podría calificarse a Carroll/Dodgson de impostor?
El juicio sobre la novela que lo lanzó a la fama no fue completamente unánime. César Aira, que no había publicado aún su primer libro, embistió sin misericordia: “Ricardo Piglia logra con Respiración artificial una de las peores novelas de su generación gracias, en parte, a esta sordidez profesional, que en él deriva del temor infantil de que no lo comparen con Arlt” (citado por Ricardo Strafacce en Osvaldo Lamborghini, una biografía, Mansalva, 2008). Piglia muchos años después le devolvió la gentileza diciendo que los peores escritores argentinos se llamaban César Aira.
Kafka y Gombrowicz escribieron en sus diarios una obra mayor. No fue el caso del volumen póstumo intitulado Borges, que Bioy dejó en manos de su albacea, un conjunto irregular de anécdotas que bordean lo banal, aunque sin que falten páginas de cierto brillo. Las obras que sin transferencia se escriben desde lo personal sólo excepcionalmente alcanzan la altura de los soliloquios de Hamlet. Habrá que esperar la reescritura de estos 327 cuadernos para establecer el peso real que tiene esta obra de un autor que ocupa, por el marketing, un lugar desproporcionado en la literatura de nuestros días. ¿Sucesor de Borges? Definitivamente no. Cuando a Kafka le preguntaron si se sentía solo como Kaspar Hauser, después de una carcajada respondió: “No, yo me siento solo como Franz Kafka”.