La muestra Marcelo Pombo, un artista del pueblo, inaugurada recientemente en la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat, es un conjunto ideal para poner a funcionar una serie de ideas sobre la obra y el pensamiento de Pombo. Por un lado, el mismo diseño lo habilita y la curaduría de Inés Katzenstein es un trabajo de archivo, en tanto selección y organización de un material extenso. Allí, la curadora se propone armar siete módulos para articularlos, cada uno con una reflexión vuelta concepto. Lejos de leer sus piezas desde la cronología, únicamente, las ubica con un saber y un arte que define como “menor”: las mujeres y el bricolaje, los niños seducidos por el consumo, los pobres y sus ilusiones, los artesanos y sus obsesiones, los jóvenes y sus fetiches, entre algunas de ellas. Por el otro, esa organización se vuelve porosa y estimulante para sobreimprimirle nociones imaginarias, productos de esa seducción irresistible que genera su mundo.
Marcelo Pombo entendió, como pocos artistas, el verdadero sentido del arte como potencia revolucionaria. Una frase que suena muy por lo alto y necesita un puñado de explicaciones, ya que en apariencia sus obras, desde mediados de los años 80 hasta la actualidad, no expresarían ese lugar común del artista popular y revolucionario. Justamente, porque no lo es en ese sentido, y sí en el de potencia.
¿Artista de qué pueblo es Pombo? La pregunta se instala y tiene la respuesta en lo que escribe Katzenstien en el catálogo: “No el pueblo en su acepción heroica (masculino, trabajador, militante) sino como un pueblo femenino o infantil”. En ese sentido, Deleuze da una definición perfecta para ese pueblo, que es “el pueblo que falta”. En el cine clásico, y de esa diferencia se ocupa el crítico francés en ese momento, el pueblo está ahí, oprimido, engañado, ciego y sometido. En cambio, los más grandes cineastas políticos modernos son los que saben mostrar que el pueblo es lo que falta, lo que no está. Conjuntos dispersos, de acciones libres, sin identidades jurídicas y sociales, puro devenir. Con esos “pueblos en falta”, Pombo construye una máquina de guerra, y ésa es la potencia de arte revolucionario. El que está en los pobres pero no en la pobreza como motivo de representación, sino en la sacralización de ese arte, en el deseo de querer algo brillante y luminoso para sentirse bien, para decorar su casa. El que está en los débiles mentales con los que trabajó en la serie San Francisco Solano, un jirón del Conurbano revestido de papeles brillantes, de vitraux con plásticos, de cartones pintados. El lugar donde Pombo hizo nevar en una de sus obras pero, sobre todo, en la ilusión de que aquello se vería más lindo si los copos taparan las calles de tierra, las chapas y la mugre.
De San Francisco Solano a San Pablo gay. Ida y vuelta por los trabajos, los dibujos de líneas onduladas que fabrican unas fantasías de racimos de penes, de serpientes-pijas, de cabezas de animales en cuerpos humanos que se abrazan y se frotan en una comunión en blanco y negro. Asimismo, el recorrido es, además, una educación sentimental. De crecimiento como artista-artesano, que valora el hacer y la fina ironía. Menos la socrática, no es el sabio que todo lo sabe, que la romántica. La que pone distancia del concepto único de belleza y sirve para pensar el arte como juego. La que toma la forma de lo paradójico, de lo contradictorio, entendido como lo bueno y lo grande, para abandonar las ideas preestablecidas y producir conocimiento.
Por eso, Marcelo es un artista de un pueblo creativo, no hecho para vencer. Una minoría que se inventa. Un pueblo que falte siempre a su lugar: que no se lo pueda fijar, encerrar y coartar su creatividad. Un pueblo donde no haya división entre lo público y lo privado, que no descuide lo pequeño y los deseos.