No hay nada más profundo en el hombre que la piel, escribió Paul Valéry. Curioso por constatarlo, viajé a Providence, para tocar un libro encuadernado en piel humana. El macabro tesoro pertenece a la Colección Especial de la Biblioteca John Hay, en la Universidad de Brown. Se trata de una cuarta edición, publicada en Venecia en 1568, de la que quizá sea la obra más importante de la revolución anatómica: el De humani corporis fabrica, de Andrea Vesalio. El volumen, de 32 cm de altura, 20 de longitud y 18 de espesor, está encuadernado en piel sobre tapas de madera. Una pequeña nota en la guarda especifica que se trata de piel humana (humana cute vestitus liber). Sabemos que la encuadernación fue hecha por Josse-Corneille Eugène Schavye quien presentó el volumen al rey Leopoldo II de Bélgica, muy probablemente en ocasión de su coronación en el 1865. El libro fue exhibido en la Exposición Universal de 1867, en París, después de lo cual llegó a manos de William Easton Louttit Jr., de Providence, Rhode Island, Estados Unidos.
Cuando finalmente tuve el libro en las manos pensé que el bibliotecario se había equivocado de ejemplar. Imposible que aquello fuese piel humana. Claramente, mi imaginación lovecraftiana anticipaba un material distinto, rugoso o fláccido, tal vez poroso. El volumen que tenía ante mis ojos, en cambio, era un magnífico ejemplar de artesanía decimonónica en cuero, elegantemente curtido y decorado con incrustaciones de oro. Lo examiné con los ojos y con los dedos, pero no percibí nada extraordinario. Y, de un momento a otro, en uno de esos inesperados cambios de foco que ocurren a menudo durante la percepción visual, se me aparecieron los folículos. Poros humanos congelados en el tiempo y magnificados por el proceso del curtido.
Fue entonces cuando la escalofriante naturaleza del objeto en toda su polisemia simbólica se me hizo evidente: un libro que revolucionó el estudio de la anatomía humana, un libro escrito para contribuir al mejoramiento de la salud de nuestra especie, un libro basado en investigaciones hechas en las vísceras de los cuerpos desahuciados de hombres y mujeres condenados a muerte, un libro encuadernado con la piel de un hombre sin nombre, un libro obsequiado al responsable de uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad.
La bibliopegia antropodérmica, es decir el arte de encuadernar libros en piel humana, es una excentricidad principalmente del siglo XIX. El Vesalio de Providence es un ejemplo particularmente fascinante porque en él se entrelazan dos tradiciones diferentes en su modo de concebir la piel. Por un lado, el fetichismo coleccionista decimonónico, por el otro el entusiasmo científico y simbólico, típico de la modernidad temprana, cuando el sistema tegumentario fue descubierto en toda su complejidad. La obra de Vesalio abre el camino a una enorme cantidad de estudios anatómicos posteriores entre los que se destaca el De morbis cutaneis (1572) de Girolamo Mercuriale, primer tratado sobre las enfermedades de la piel.
La piel, sin embargo, no solo es objeto de interés médico-científico en la modernidad temprana; el atractivo se percibe asimismo en las artes plásticas. Durante este periodo, se da una proliferación de cuadros y frescos que narran la historia de tres famosos despellejados: Sisamnes, Marsias y San Bartolomé. Sin embargo, no solo la piel humana suscita esta fascinación. Hay asimismo un interés por las superficies en general, tanto humanas como vegetales y animales, que acompaña el afán de acumulación que da origen a las Wunderkammern y, finalmente, a los primeros museos. Ello se ve reflejado en tratados de zoología y botánica, pero también en dibujos y grabados; por ejemplo, el rinoceronte de Durero.
La historia de este simpático ceratomorfo es muy conocida, pero no por ello menos interesante. En 1515 Alfonso de Albuquerque, gobernador portugués de la India, partió de Goa hacia Lisboa llevando una cornucopia de regalos para Manuel I de parte de Muzafrar Shah II, el sultán de Cambay. Entre las maravillas orientales había un rinoceronte, el primero que vería la Europa Occidental desde los tiempos del Imperio Romano. En Lisboa, el animal –bautizado Ulises– fue estudiado meticulosamente por Valentim Fernandes, un tipógrafo alemán que hizo un dibujo y lo envió a su patria donde, merced a una alegre serendipia, cayó en manos de Durero. La famosa impresión es una copia de este dibujo original y presenta al animal como un monstruo mitológico que parece estar compuesto de distintas criaturas: narval, unicornio, elefante, toro, dragón. La atención del espectador se detiene inevitablemente en los motivos abigarrados de la piel, dura y escamosa, áspera, cartilaginosa, aunque también viscosa y velluda, o bien lisa y blanda, dependiendo de la parte del cuerpo, como si la esencia del extraño animal se hallase toda en la superficie.
Luego del gran éxito en Lisboa, Ulises fue enviado a Roma para que lo viese León X, pero el barco que lo transportaba se hundió frente a la cosa de Liguria y el rinoceronte murió ahogado. El naufragio sucedió en Porto Venere, en el llamado Golfo de los Poetas, un lugar de una belleza exasperante descripto por Dante y por Petrarca, donde casi trescientos años más tarde y también en un naufragio encontró la muerte Percy Bysshe Shelley. El cuerpo del autor de “Ozymandias” fue incinerado por sus amigos en un excéntrico ritual sobre la playa cerca de Viareggio. Uno de los asistentes a la cremación fue Lord Byron, quien lloró a su amigo del alma con gran efusión, pero sin camiseta. Lo cierto es que aquel día Byron se asoleó hasta incinerarse y en la noche volvió a Pisa, insolado y desconsolado, a los brazos de su amante Teresa Gamba Guiccioli. Luego de unos días, cuando los hombros del poeta empezaron a despellejarse, la condesa recogió las escamas de piel y las conservó en una cajita, extraño híbrido de souvenir melancólico y recuerdo lascivo. La epidérmica reliquia se conserva en un pequeño recipiente de plástico en la Biblioteca Classense, en Ravena. Quisiera ir a verla, quizás incluso corroborar mediante el tacto la romántica profundidad de Byron, pero el terremoto del 14 de enero de 2019 dañó las salas y la colección permanece cerrada por tiempo indeterminado.