Al descender un poco más de 50 peldaños en una ciudad turca, se entra a otro tiempo. Entonces, la sorpresa es inevitable: por donde veamos, entre una luz tenue, rodeadas de agua, se alargan 336 columnas de mármol, de más de 9 metros de altura, distanciadas entre sí por menos de cinco metros, y distribuidas en 12 filas de 28 columnas.
Muchos de los capiteles de las columnas recuerdan la arquitectura clásica griega, con su estilo jónico y corintio, y algunos de tipo dórico.
¿Pero en qué consiste este sitio con cientos de columnas bajo tierra y que emergen del agua? Es la cisterna basílica de Estambul, con 140 metros de largo y 70 de ancho, y con una capacidad, otrora, de almacenamiento de 66 millones de litros de agua, transportada, entre otros, por el acueducto Valente.
Los turistas recorren las columnas entre agua, humedad y penumbras. Como de costumbre, se concentran en sus selfies, y se detienen especialmente en unos pilares con cabezas de medusas.
La cisterna se encuentra muy cerca de la célebre Basílica Santa Sofía, y también próxima a la plaza Sultanahmet, la hermosa Mezquita Azul, y no muy lejos del Bazar. Estambul, antes conocida como Bizancio, y refundada como Constantinopla por Constantino en 330dc., llamada la segunda Roma, fue la capital del Imperio Bizantino.
Constantino ordenó el inicio de la construcción de la cisterna, que concluyó en el 532 con el Justiniano I, gran gobernante, que ordenó la recopilación jurídica del Digesto, heredera del derecho romano; emperador de muchas campañas militares exitosas, que expandieron el imperio; y que, junto a su esposa, la emperatriz Teodora, enfrentó una famosa revuelta social, el disturbio de Niká, que provocó miles de muertos en el Hipódromo de Constantinopla. Así, mientras la cisterna se construía, arriba la sangre se derramaba entre caos y espadas.
La mayor parte de las columnas de la cisterna proceden, seguramente, de construcciones anteriores, de templos de la región de Anatolia, en la llamada Asia menor, actual Turquía, como el templo de Éfeso consagrado a Medusa. Las paredes son de ladrillo, y tienen 4,80 metros de espesor.
La cisterna fue abierta al público en 1987.
La apertura fue posible luego de un dragado que extrajo 50000 toneladas de barro. Para hacerla amable a la visita turística, se le colocó una serie de pasarelas al nivel del agua. Su nombre como “Yerebatan Sarayı Sarnıcı” o “Basílica Cisterna Subterránea”, quizá surgió del hecho de que arriba existió una gran plaza pública con una parte llamada la Stoa de la Basílica; o quizá lo que existió originalmente en la ciudad supra yacente fue una basílica como tal, lo que condice con la cisterna porque ésta, como un templo religioso, se apuntala mediante alineadas columnas de mármol que se alzan entre el lecho del agua y el techo.
El descubrimiento de la cisterna.
Aunque ahora resulte extraño, durante mucho tiempo, la cisterna estuvo abandonada. En 1453, la ciudad de Constantinopla, ahora Estambul, fue tomada por los turcos otomanos, de religión musulmana, bajo el liderazgo de Mehmed II. Esto determinó la caída del Imperio Romano de Oriente o Imperio Bizantino, y el comienzo, según una arraigada convención historiográfica, de la edad moderna.
La conquista turca fue exitosa por el empleo del llamado Cañón de los Dardanelos o la Gran Bombarda Turca, un arma de asedio del siglo XV, construida por Orbon, un fundidor de hierro húngaro. La bombarda era lo más avanzado de la tecnología de guerra de la época: esto les permitió a los sitiadores demoler los gruesos muros defensivos. Así la ciudad fue anexada al imperio turco otomano. Los sultanes se alojaron en el palacio de Topkapi, construido en 1459, con una magnífica vista del estrecho del Bósforo. Por un tiempo, la cisterna proveyó de agua al nuevo palacio, pero las reglas islámicas respecto a la limpieza preferían el agua corriente antes que el agua estancada.
La cisterna fue así clausurada y olvidada, aunque no totalmente…
En el siglo XVI, un viajero europeo llegó a la ciudad. Petrus Gyllius, científico natural, topógrafo y traductor francés, fue enviado a Constantinopla por el rey Francisco I de Francia, humanista y protector de Leonardo da Vinci, para buscar manuscritos antiguos. Mientras recorría los alrededores de Santa Sofía, advirtió que en las plantas bajas de las casas había grandes agujeros redondos. A través de esas aperturas, se sacaba agua, e incluso se pescaba. Esto atrajo su atención, En un patio de un edificio dio con unos escalones de piedra que bajaban a un subsuelo. Con una antorcha en mano, bajó y alumbró la oscuridad. Entonces, descubrió la cisterna. El viajero, atónito, examinó las columnas abrazadas por el agua. Así, el Occidente moderno supo de la obra extraordinaria.
Las cabezas de la Medusa.
En la esquina noroeste, el visitante de la cisterna se topa con dos cabezas de medusas, como pedestales debajo de dos columnas. Una de las cabezas se apoya al revés, otra está reclinada. La procedencia y el sentido de estas figuras míticas son totalmente desconocidos. Y todo lo atrayente pero no entendido, genera un vacío que es cubierto por las leyendas. Una de ellas recuerda que la medusa es una de las tres Gorgonas, habitantes del inframundo en la mitología griega. Entre los cabellos de la Medusa se entrecruzan magnéticas serpientes, como las que representó famosamente Caravaggio en la galería de los Uffizi, en Florencia. Y la Medusa convierte en piedra a quienes la miran. La presencia en la cisterna de una de las Gorgonas, entonces, podría ser parte de una antigua creencia por la que la cabeza invertida libera una fuerza mágica que protegía la edificación. Esta sospecha coincide con el hecho de que la Cabeza de Medusa se grababa en los mangos de las espadas en Bizancio, y también en las bases de las columnas, como parte de un artilugio mágico para evitar terminar con la cabeza cortada, como lo que le ocurrió a la propia Medusa, decapitada por Perseo. Claro que otra teoría más práctica, solo dice que el uso de los pilares de las Medusas obedece simplemente a la reutilización de los materiales constructivos.
Las lágrimas del esclavo.
Cuando abandonamos la contemplación de la cisterna, y nos deslizamos hacia la reflexión, observamos un primer proceso: la provisión de agua como problema esencial de las ciudades más antiguas. La necesidad del líquido elemento engendró, entonces, grandes obras de ingeniería que son parte, hoy, de una arqueología del agua, que pueden ser visitadas, en muchos casos, en la ciudad moderna. De hecho, en Estambul, la cisterna basílica es solo la más conocida. Porque en la ciudad turca también se conservan la Cisterna de Teodosio (en turco: Şerefiye Sarnıçı), junto a la cisterna de Binbirdirek, que compone una sala con 224 columnas de 14 a 15 metros de mármol de la Isla de Mármara. Como era esperable, la construcción de la cisterna era otra de las grandes habilidades de los romanos como se evidencia en las cisternas de Monturque, en Córdoba, España, o la del Malga en Cartago, Túnez.
Pero en la cisterna sumergida, se destacan también las columnas de las lágrimas. En este caso, las columnas lucen adornos esculpidos que simulan lágrimas. Una especulación es que los esclavos tallaban una lágrima como recuerdo y homenaje a uno de sus compañeros muerto por los trabajos forzados.
Aquí entonces, al meditar en lo que una fotografía no puede captar en la ciudad subterránea, aparece otro aspecto esencial, que silenciosamente, sopla inquietud entre las columnas. La cisterna basílica es un testimonio de arqueología del agua, y un lugar de alto interés turístico, pero tal vez, más hondamente, la extraordinaria construcción es la continua memoria en piedra del sufrimiento humano. La cisterna, protagonista de estas líneas, y las otras mencionadas, son producto del trabajo esclavo.
En el mundo antiguo, la esclavitud era la base de la economía de las civilizaciones. Desposeídos, los esclavos solo tenían propiedad sobre sus hijos o prole. A veces se rebelaban, como con Espartaco, pero solo muy lentamente la idea de esclavitud como institución “natural” se disolvió, en teoría, con el cristianismo, y luego con la modernidad y la ilustración. Pero en los tiempos de Justiniano, cuando la cisterna se concluye, los esclavos trabajaban y sufrían como sombras sin esperanza.
Se estima que 7000 pudieron ser los prisioneros que se desvivieron para construir la cisterna. Pero nada, o casi nada, sabemos de ellos. Eran un colectivo multiétnico compuesto por vándalos, godos, eslavos, tracios, griegos, cartagineses, bereberes, y de muchas otras de las regiones dominadas por el Imperio Bizantino. Todos hermanados por la lágrima anónima y la tristeza de saber que, seguramente, nunca volverían a sus hogares; nunca más sonreirían junto a sus seres amados, ni regresarían a los caminos de su tierra.
El sitio que, antes de la pandemia, era visitado con frenesí, fue una obra hidráulica superior, un ejemplo de un complejo arte de la construcción, y el testimonio del trabajo esclavo.
Por eso, fuera de las imágenes digitales, quizá en todas las columnas de la cisterna basílica sobrevive una lágrima, que no termina de secarse.
(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, su último libro La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente; creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”.