CULTURA
leandro erlich en casa naranja

¿Qué ves cuando me ves?

El artista argentino presenta una selección inédita de obras enmarcadas en el arte conceptual con la que pretende poner a prueba nuestra percepción y el vínculo con el mundo que nos rodea. Porque el arte está en todos lados, aún en los lugares más ordinarios.

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Muestra. Algunas de las instalaciones que hacen que el espectador ponga en duda su percepción. | Casa Naranja

Muchas cosas se cuentan de Parrasio. Que era excéntrico, rico y admirado; que usaba túnicas color púrpura, sandalias y bastón decorados con oro. Fue uno de los principales pintores de la Grecia Antigua, había nacido en Efeso. Zeuxis fue su competencia artística. Ambos desarrollaron su actividad entre los años 440 y 380, a C. Como las historias de los dioses enfrentados, con ese mismo esquema, Plinio el Viejo que fue una especie de Vasari de la Antigüedad, habla mucho de ellos y destaca la pericia de estos dos artistas áticos para pintar “engañando al ojo”.

Primero fue Zeuxis que pintó unas uvas y logró que los pájaros quisieran comerlas. Pero la contienda tendría a Parrasio como ganador indiscutible: Zeuxis le pidió que descorriera la cortina para ver lo que había hecho su oponente sin darse cuenta de que, justamente, el cuadro era el cortinado mismo. Embaucar a las aves fue considerado poca cosa, al lado de engatusar al rival.

La leyenda de trampas y alas nos ubica, imaginariamente, en lo que Leandro Erlich viene haciendo hace rato. A la trampa al ojo, del francés trompe-l’œil, una técnica muy antigua como se ha visto, se le suma la magia. Para pensar a Erlich ambas cosas son necesarias. El arte como truco; el artista como prestidigitador para crear situaciones, incluso mundos, que pongan al espectador atento, desplazado, confuso, expectante y por supuesto, algo feliz.

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En Casa Naranja está, entre otras obras, Elevator Maze (2011) y forma parte de una muestra que lleva el título de Real. Menos por confianza en ello, la posibilidad de dar cuenta de lo real, intuyo que para poner el centro en esta idea de ilusión. Al ser el componente principal de sus instalaciones, sumado a un desarrollo de producción impecable, la salida ilusoria es una alternativa que no se opone a lo real. Más bien es complementaria: necesita de ello para que se produzca el encanto y la fantasía. Habría en su poética una confianza muy fuerte en lo real y una observación del entorno, el más trivial, para que esos objetos naturalizados se vuelvan piezas de arte. O, tal vez sea un poco romántico creer que el arte está en todos lados; aún en los lugares más ordinarios como una escalera y una ventana, la ventanilla de un avión y el tambor de un secarropa.

Por otra parte, en el caso de los ascensores, una instalación que recibe en la planta baja de edificio cordobés, no se puede sino pensar en la historia del arte argentino. En especial en Roberto Plate y sus ascensores de 1967 en el Museo de Arte Moderno. Una vanguardia muy presente que, en el caso de Plate, logró, además, algo así como su clausura con otra pieza parecida. En 1968, los baños que montó en el Di Tella fueron censurados. Eran puertas que no daban a un baño “real”. Más bien servían para dar vuelta el sentido de ello. Se podía grafitear y uno de esos escritos desencadenó el cierre. Eran épocas de dictadura, la de Onganía, que tanto (mal) hicieron por el arte al intervenir desde otras esferas en la artística. Sin embargo, también se puede pensar en otro sentido del final: el de la misma vanguardia que había explorado y dado mucho o todo lo que se podía dar.

Como sea, en la obra de Erlich está el remedo de la de Plate. No puede no estar ahí. Pero mientras en la del segundo no se podía entrar y la espera se hacía infinita, en estos se accede por esas puertas siempre abiertas. Entramos a nosotros y a los otros. A vernos en un reflejo diferido y al infinito. A encontrarnos con el semblante del otro en el espejo imaginario del ascensor. Un lugar de tránsito y circulación. Que va del piso al techo y vuelta para abajo, pero nunca se mueve.

Al menos en el arte, hay algo mejor que lo real. Mejor dicho, más real que lo real. Desde 2006, es lo truthiness, una palabra con un poco de invento y con mucho de deseo, acuñada por el comediante norteamericano Stephen Colbert para definir los hechos que preferimos verdaderos por sobre los que lo son efectivamente. Algo así como el Even Better Than Real Thing que cantaba Bono a principios de los noventa como una constatación de que, en la dialéctica entre lo real y virtual, esta última estaba ganando. También como una premonición de que su victoria sería definitiva. Es la postulación de una verdad, esa que queremos que exista. Colbert hizo el anuncio en la Cena de Corresponsales de la Casa Blanca. Muy cerquita estaba George Bush que escuchaba al cómico parodiando a un recalcitrante republicano que, casualmente, tenía mucho de los comentaristas que apoyan a ese partido y del mismo presidente. La palabra truthiness fue la elegida como Word of The Year en 2006. Pero su paso por la política y la comedia dejó huella.

Una pisada que llegó al arte. Aunque éste, desde sus comienzos en las cuevas de Altamira, por ejemplo, ya sabía de qué se trataba. Como en la obra de Leandro Erlich: ese juego incesante entre lo que vemos, lo que es y lo que parece. Esculturas que resumen una arquitectura del deseo. Construcciones que son cartón piedra, pero que parecen sólidas y estables. Realizaciones con espíritu de eternidad que podrían volar por el aire en un minuto. Si no fuera porque ya son tan reales como la realidad misma.

Real. De Leandro Erlich. Curador: Rodrigo Alonso. En Casa Naranja, hasta el 15 de junio de 2019. De lunes a viernes de 9 a 20. Sábados de 14 a 20. Domingos y feriados: cerrado. La Tablada 451, Córdoba.