Estaba pensando en Proust/en una tarde fría y lluviosa/en las afueras de París”, es uno de los versos de Temprano, pensando en el rayo de la torre del reloj, escrito por el poeta Antolín, cuyo nombre verdadero es Andrés Olgiatti, oriundo de Salta y que ha publicado un libro de poemas titulado Nunca seré millonario. Ya lo sabemos: ni usted ni yo lo seremos tampoco. Pero al menos tenemos el tesoro simbólico de la literatura.
Apelando o abusando de la ficción crítica, podríamos suponer que alguna vez, sin ni siquiera preverlo, esos versos fueron similares a los pensamientos que se le cruzaron por el corazón a Céleste Albaret. ¿Que quién es Céleste Albaret? Nada más ni nada menos que una de las dos mujeres que fueron el sostén emocional en la vida de Marcel Proust. Al parecer es el único punto en el que la mayoría de sus biógrafos coincide. Una de esas mujeres fue su madre. La otra fue Céleste: su mucama, su confidente. Su admiradora más íntima. Una devota que le rindió culto hasta el fin de sus días. El hombre en quien ella parecía proyectarse. Y como bien se sabe, proyectarse suele ser el motor mismo de la literatura.
Monseiur Proust es la reedición de un texto de memorias imprescindible para los admiradores del autor de En busca del tiempo perdido, pero también para aquellos que apenas tienen una vaga idea de su trayectoria. Una obra que pueda ser leída previa, o posteriormente, a la experiencia radical que supone la lectura de la novela más exigente del siglo XX. Monsieur Proust es un texto atrapante, de tonalidades melancólicas, repleto de anécdotas, historias, murmullos, imágenes y ensueños que escapan a la vil categoría del chisme. Su amable estructura se construye a partir de la palabra privilegiada de Céleste, que fue quien estuvo más cerca de él durante los últimos años. “El trato entre Céleste y Marcel Proust fue muy bueno. Ella llegó a acostumbrarse a sus horarios. Ella estuvo presente el 19 de noviembre cuando a las cuatro de la tarde, el hermano de Proust, médico, cerró sus ojos”. Este es un texto impactante que debe ser puesto, de manera urgente, en serie con otro texto de memorias de una ama de llaves. En este caso la del médico neurólogo que inventó el psicoanálisis. Hay más de una similitud entre Monsieur Proust y la vida cotidiana de Sigmund Freud y su familia. No se puede dejar de advertir que ambos son, cada uno a su forma, signos evidentes de la burguesía entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Tanto Céleste Albaret como Paula Fichtl –la mucama de Freud– nos narran la vída íntima de dos celebridades que pasarían los últimos años de su vida atrapados en enfermedades, postrados ante el desvelo de sus ambiciones desmesuradas, pero intentando encontrar fuerzas para darle un cierre final a sus obras. En ambos textos se puede apreciar el rostro oculto de dos autores que tanto han pensado sobre las relaciones, el amor, los celos y la necesidad de interpretar o desplegar los sueños.
El director Percy Adlon le dedicó a la criada de Proust, a principios de los años 80, un excelente film, Céleste. Durante el año 1973, la propia Céleste logró dictar sus recuerdos al periodista Georges Belmont y publicarlos en un libro. Afortunadamente para ella el dinero de las regalías le deparó una vejez apacible. Céleste llegó a la casa de Marcel Proust el 14 de noviembre de 1913, cuando acababa de publicarse Por el camino de Swan. Tenía 23 años y se había casado ocho meses antes con el chofer del escritor, Odilon Albaret.
Un atributo que tiene el texto es la compasión y el respeto que mantiene Céleste por la figura de Proust. A lo largo de todo el texto se hace mención a los amores de Marcel, pero en ningún momento se torna indiscreta o escabrosa. La homosexualidad y el amor edípico de Proust hacia su madre apenas si son mencionados en el texto. “Hace ahora sesenta años que le vi, y, sin embargo, parece que fue ayer. A menudo me decía: ‘Cuando yo haya muerto, usted recordará siempre al pequeño Marcel, porque no encontrará nunca a nadie como él’. Y ahora me doy cuenta de que tenía razón, como, por otra parte, la tenía siempre. Nunca he dejado de pensar en él ni de tomarle como ejemplo”, comienza diciendo la voz de Céleste.
Dividido en treinta capítulos con títulos que provocan curiosidad: “Dos días de angustia”, “No olvidaba sus primeros amores”, “Estaba seguro de su gloria”, el texto se deja leer como si fuera una novela donde lo más importante no es necesariamente la voz del narrador ni el trabajo con el estilo, sino la puesta en escena de la narración. En un breve texto de Barthes dedicado a Proust, que se encuentra en El susurro del lenguaje, leemos lo siguiente: “Parece ser que la gran obra no se puso en marcha verdaderamente hasta el verano de 1909; desde entonces sabemos que una carrera obstinada contra la muerte amenaza con dejar inacabado el libro”. El capítulo que más me ha cautivado se titula: “Céleste, he escrito la palabra fin”. Ahora, lector, usted elija el suyo. Su modesto pero brillante tesoro.