“En cada hombre o mujer hay algo que quisiéramos conocer; algo que, a pesar de todos los defectos e imperfecciones, nos gustará cuando lo conozcamos.”
Carl Nielsen, 1927
Una tarde de enero de hace cuarenta y seis años los caños ardieron. Recuerdo los agarramanos del 141, uno de esos ómnibus municipales que me llevaban de Palermo a Caballito, a la casa de mi primo tocayo en la avenida Acoyte. La entera ciudad estaba recalcitrante y mi memoria guarda aquel registro de cuarenta y dos grados como récord histórico, en un mes en el que me tocaba quedarme en Buenos Aires.
No éramos aún adolescentes y el mundo era apenas un entorno doméstico que no gravitaba mucho ni provocaba grandes pesadumbres.
El transporte público era espacio de fantasías y prohibiciones. Ser autorizado a viajar solo era un capítulo fundacional de la madurez. Caminar por la ciudad sin custodia familiar se convirtió así en apetitoso manjar. Pero hasta ese momento, el cerco de protección familiar era estricto y minucioso. Las horas de llegada a casa se irían estirando al cabo de arduas y a menudo peleadísimas pulseadas con mi padre, estricto y a menudo intransigente.
Es curioso apuntarlo desde hoy, pero la inseguridad que hoy es plaga no tenía relieve en aquella época. Nunca supe entonces de robos o ataques violentos. Sí recuerdo que en la esquina de Acevedo y Güemes los impúberes que íbamos a la escuela de la calle Malabia habíamos detectado lo que llamábamos un “bufa”, pero no creo que supiéramos de qué se trataba. Lo prohibido, lo censurado, lo oculto transcurría en territorios vedados y opacos, zonas cuyos detalles ignorábamos pero que se asociaban con lo pecaminoso, aquello de lo que no se habla.
Entre 1958 y 1961, mi vida fue un remolino atronador. A las siete y media de la mañana salía de la estación del subte D en Plaza de Mayo, caminaba la vereda de la Municipalidad, pasaba por el Cabildo, me metía en la calle Bolívar y rumbeaba para el Colegio, antes y hoy imponente, en el 263 de la calle de los tilos inolvidables.
Los quioscos de diarios me enloquecían y en cierto punto empecé a comprar toda la prensa política que podía. La llegada de Frondizi al gobierno trajo una efervescencia que duró hasta comienzos de 1959 y cada periódico me atrapaba de manera mágica. Propósitos, La Vanguardia, Voz Proletaria, hoy irrecordables hojas de las capillas más diversas, todo lo que se patentizaba en letra impresa me cautivaba.
A la Cultural Inglesa de Plaza San Martín viajaba en el trolebús 302 y a partir de los trece años empecé a notar que me sucedían cosas, mientras el lento recorrido de la avenida Santa Fe me llevaba a una clase en la que me hastiaba. Lo que sucedía es que al trolebús subían mujeres que lucían inalcanzables y, como clic imprevisto y brutal, sensaciones y fantasías estallaron de manera descontrolada. ¿Cuánto aguantará esa mano junto a la mía, agarrando la misma manija, rozándonos las pieles, mudos, cómplices o inconscientes de que se producía efectivamente fricción?
Por aquellos años, en La Razón que dejaba el portero bajo la puerta de casa antes de la cena, se publicaba la Escuela de Padres que firmaban Florencio Escardó y Eva Giberti. Palabra santa, la columna yo la vivía como la vespertina revancha con mis padres. La recortaba al día siguiente y luego se las dejaba sobre la almohada de su dormitorio, como argumento de mis berrinches. Escardó y Giberti hablaban de la incomunicación entre padres e hijos y propiciaban un contacto que, de hecho, en mi casa no se daba.
Pero, pobre viejo, ¿no? ¿Qué podía saber él, si su propia infancia y adolescencia habían sido de una severa dureza, de una concreta y seca indigencia emocional? Reclamaba yo una elocuencia afectiva improbable, pero la figura de mi viejo, a pesar de aquellas lagunas expresivas, aumentaría de estatura con los años, después y a pesar de aquellos choques monumentales que me colocaban ante él como si fuese el principal y más infranqueable de mis enemigos.
A los catorce me hice socialista caminando por las playas de Punta Mogotes, el verano que vino Eisenhower a la Argentina. Con unos tres años más que yo, Norberto me explicaba que el capitalismo estaba condenado a muerte y que se venía un sistema mejor. La revolución de Cuba acababa de triunfar y ya para mediados de 1960 comunistas y reformistas en el Colegio venerábamos a Fidel, al Che y a Camilo Cienfuegos.
A fines de ese año, mientras nos habituábamos a la infame rutina de los “planteos” militares a Frondizi, comenzó a salir El Fiulso en el Colegio. Éramos verdaderamente borgeanos. Dos o tres de nosotros recorríamos las ferreterías del barrio del Colegio, entrábamos y preguntábamos si tenían “fiulsos”. Nunca los encontramos, porque no existían. Cultores del ingenuo disparate, nuestros impulsos surrealistas eran liderados por la inteligencia desatinada y heterodoxa de Jorge Diamant, ese personaje indescriptible que recitaba de memoria largos poemarios medievales y vivía en sistemática penuria amorosa.
Lo escribo ahora pero me resulta inconcebible: ya desde 1961 proyectábamos en el cineclub del Colegio los clásicos del neorrealismo italiano y desde entonces bandadas de nosotros patrullábamos la calle Corrientes para converger en el cine Lorraine, donde con fervor consumíamos Bergman, Louis Malle, Antonioni y Visconti.
Un café alargado hasta la madrugada y la vuelta en colectivo a casa redondeaban noches sin lujuria e intensas preocupaciones. Ceniceros llenos de puchos, debates entreverados y escabrosos, morosas recorridas por las librerías, “confiscaciones” de libros amados pero imposibles de comprar, deleitada y angustiosa preferencia por la poesía, upa-mi-negro-que-el-sol-abraza-puedo-escribir-los-versos-más-tristes-esta-noche-verde-que-te-quiero-verde.
La UBA de Risieri Frondizi era una fiesta y en 1958 se perdía en el Congreso la batalla por la supremacía de la escuela pública y laica, con el artículo 28 de la ley de enseñanza “libre”, mediante la cual Frondizi pagaba el apoyo de la Iglesia. Pablo Giussani, Chiquita Constenla y Portantiero editaban la imbatible revista Che y Carlos del Peral brillaba incandescente en 4 Patas, una publicación mítica.
El frondicismo se desgajaba por izquierda con Ismael Viñas y su MLN, mientras los intelectuales desilusionados (David Viñas, Sebreli, Jitrik, Alcalde, Rozitchner y otros), anteriormente nucleados en la fundacional revista Contorno de fines de los cincuenta, se asumían como la conciencia crítica de la época.
El desembarco en la era que sobrevenía se hizo truculento. Vendrían años de exasperación, sangre y pasión desenfrenada. Nosotros, los de entonces, ya dejaríamos de ser los mismos. Yo también.