Cada vez que pasábamos por ahí, mi padre lo remarcaba: ¡Esto acortará las distancias a la vez que nos alargará la vida! Pasaron las décadas, mi padre enfermó, luego murió, y jamás asistió incluso a reconocer un tenue comienzo de obra… Hasta que de repente ¡zás! Un puñado de años atrás -¿tres, cuatro? No logro precisarlo-, la obra cobró vida; con la intensidad de un caracol, es cierto, pero comenzaron a plantar allí algunas máquinas robustas y operarios para rastrillar los laterales de la ruta deshojada, instalar unos pilares de concreto para sostener un futuro puente, y así. Pero como en Argentina no hay obra pública sin cartel gubernamental, opté por desconfiar del significativo avance. Hoy, a poquitas semanas de una nueva elección, esa obra tiene cartel y nombre: Autopista Juan Domingo Perón. De manera contraria a mi padre, detengo la algarabía para dejar macerar el razonamiento. Me pregunto, cómo no, qué sucederá después de las elecciones.
Cuando emprendí el regreso hacia mi departamento de Palermo, luego del periplo de casi diez días por el suroeste de la provincia de Buenos Aires, patiné sobre otro elocuente (falso) avance preelectoral, recién horneado en la factoría de expectativas gubernamentales. Había transitado unos 150 kilómetros por la Ruta Nacional 188 hasta dar con Junín; allí decidí detenerme, estirar las piernas y beber café aguado. Una vez de regreso a la pista rumbo a mi destino final, esta vez en la Ruta Nacional 7, me detuve en un cartel que expresaba devoción por un porvenir por demás alentador. Recorrí esa ruta infinidad de veces, y jamás me había topado con semejante proyección de aliento. Sin embargo, ahora sí (¡Hay cartel! ¡Hay cartel!) sintonicé exultante como mi padre décadas atrás con el desarrollo vial de este país descolado. Me encontré en una vía de dos carriles por mano, traspasando camiones como un chacarero en su chata o en su cupé, lo mismo da (en ese corredor rutero es común encontrarse con audis, porches o 4x4 arañando los 200 kilómetros por hora). No lograba salir de mi asombro extático. Claro que la ilusión duró apenas unos kilómetros cuando, luego de observar otros carteles de alerta que auguraban obras cerca de Chacabuco, volví a la mano única y a esperar detrás de la ristra de camiones. Soporífero.
En algún momento de mi vida profesional, cuando creía que podía dedicarme a escribir libros sobre cualquier tema para que alguna editorial prestigiosa publicara, me tenté para escribir un volumen que titularía, luego de trenzar insultos con el editor a cargo, Argentina. El país que no fue, y retratar allí un puñado de historias (he recogido centenares) que den cuenta de esa imposibilidad de consolidar políticas a mediano y largo plazo que tenemos en este macroexperimento social y económico (¿Alguna vez estuvieron en la Ciudad Universitaria proyectada en la Sierra de San Javier –Tucumán- durante la primera presidencia de Perón? Resumo: pabellones de última generación para los estudiantes; casas de dos plantas con pisos de pinotea y acabados de altísima calidad para los profesores; campo deportivo; espacios de usos múltiples; todo conectado por una red colosal de funiculares y teleféricos), pero como también soy argentino me di cuenta que implicaba demasiada inversión monetaria, esfuerzo, dedicación y constancia, y desistí.