En materia cultural el gobierno de Néstor Kirchner ha demostrado ser bienintencionado en el peor de los sentidos: en el sentido demagógico. Cada uno de sus actos –el Primer Congreso Argentino de Cultura de Mar del Plata, por caso, al que asistió una gran cantidad de gente salvo artistas e intelectuales– demuestra un conocimiento, un tránsito del campo de la cultura digamos por lo menos, epidérmico (según gestos y palabras públicas, el panteón de pensadores K estaría compuesto por Arturo Jauretche en primer término, seguido por José Pablo Feinmann y Miguel Bonasso).
Desde la semana pasada hay un nuevo nombre a sumar a esta lista de intelectuales orgánicos –o absorvidos por la simpatía oficial, que viene a ser más o menos lo mismo: el de Ernesto Sabato. El jefe de Gabinete Alberto Fernández acaba de donarle al autor de Sobre héroes y tumbas, de 95 años, un subsidio de un millón y medio de pesos extraído de partidas extraordinarias, para que el escritor adquiera en nombre de su fundación una casona en el barrio porteño de Palermo e instale allí un centro cultural y un museo en su –propio– honor.
Al margen de lo extraño que resulta recibir un homenaje así en vida –imaginemos lo que hubiera dicho Borges, que veía con horror la simple edición contemporánea de sus Obras completas–, el gesto es, por lo menos, contradictorio: Sabato no escribe ficción hace un buen tiempo, su última novela destacada tiene más de cuarenta años, y hace mucho que, no tan secretamente, su figura es tomada en sorna por gran parte de la intelectualidad local (como ejemplo de los embates más furibundos no hay más que recordar lo que escribió sobre él César Aira en su Diccionario de autores latinoamericanos: "Sobre su robusto sentido común, sobre sus ideas convencionales y políticamente correctas –que lo hicieron en su vejez un favorito de los medios– era imposible ajustar pretensiones de escritor maldito o endemoniado, o tan siquiera angustiado; no tuvo más remedio que crear un personaje que se dice malo, atormentado y sombrío, con una insistencia francamente infantil").
Pero hay algo más: el argumento central de quienes rechazan la figura de Sabato como termómetro moral de los argentinos es el almuerzo que compartió el 19 de mayo de 1976 con Jorge Rafael Videla, el propio Borges, Horacio Ratti y el padre Leonardo Castellani –el único que expresó preocupación por detenidos-desaparecido como Haroldo Conti.
Lo más extraño es que Cristina Fernández y Alberto ídem, tan preocupados siempre por los derechos humanos, parecen haberlo olvidado.