CULTURA
Martín Prieto

Saer: el sistema literario y sus distancias

“Saer en la literatura argentina”, el libro de Martín Prieto que acaba de publicar la editorial de la Universidad Nacional del Litoral, vuelve a proponer las expectativas sobre los libros del escritor santafesino en el marco de las lecturas que recibió su obra desde las primeras publicaciones, y entre ellas un conjunto de intervenciones decisivas para la definitiva canonización. En diálogo con PERFIL, Prieto y Alberto Díaz, su editor histórico, hablan acerca de cómo se construye un autor indispensable.

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Juan José Saer. | PABLO TEMES

En el cierre de un coloquio internacional realizado en la ciudad de Santa Fe en 2017, Beatriz Sarlo afirmó que “el canon de la literatura argentina pos Borges está encabezado por Saer”. Un reconocimiento definitivo. Pero el escritor santafesino se habría conformado con mucho menos: “Me gustaría ocupar un lugar, pequeño aunque sea, en la literatura argentina”, dijo en una entrevista publicada en 1993, cuando su obra pasaba del círculo universitario al público común. Al escribir no pensaba en los lectores y mucho menos en las modas intelectuales o en los requerimientos del mercado literario, pero esa posición de principios no excluyó cierta expectativa sobre el destino de su obra.

Saer en la literatura argentina, el libro de Martín Prieto que acaba de publicar la editorial de la Universidad Nacional del Litoral, repone ese deseo en el marco de las lecturas que recibió la obra desde sus primeras publicaciones, y entre ellas un conjunto de intervenciones decisivas para la canonización: los artículos que le dedicó la revista Punto de Vista, la inclusión del Limonero real en la colección del Centro Editor de América Latina y un seminario de María Teresa Gramuglio en la cátedra de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires.

“Me propuse, muy resumidamente, preguntarme, dado Saer y dada la literatura argentina, qué sucede con una literatura nacional cuando entra un autor y qué sucede con ese autor cuando entra en esa literatura, en qué otra cosa se convierte”, dice Prieto. El recorrido trasciende entonces a las intervenciones de la crítica “para estudiar sus filiaciones y afiliaciones con José Pedroni, Juanele Ortiz, Borges y Arlt y sus proyecciones en la literatura argentina de los siglos XX y XXI” y retoma una pregunta que planteó Ricardo Piglia sobre los efectos que la ausencia de Saer provocaría en la literatura argentina.

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Lector de Saer desde sus tiempos como estudiante de Letras, autor de ensayo, narrativa y poesía y profesor de Literatura Argentina en la Universidad Nacional de Rosario, Prieto (1961) compiló un volumen de entrevistas con Saer, Una forma más real que la del mundo (2016), y una antología de sus textos, A medio borrar (2018). Además fue el impulsor del Año Saer, programa que incluyó entre otras actividades una exposición y una realización audiovisual. En cada uno de esos pasos pensó en despedirse de la obra, pero “siempre encuentro un motivo para volver”, y ahora se trata de una especialidad que se volvió poco frecuente en el panorama editorial: un texto de crítica literaria.

Hacia la academia y más allá. Juan José Saer nació en Serodino, provincia de Santa Fe, en 1937. En 1949 se mudó a la ciudad Santa Fe con sus tres hermanos y sus padres, inmigrantes sirios y propietarios de una tienda y fábrica de ropa de trabajo. Se fue a Francia en 1968 y residió en ese país hasta su muerte en 2005. En un relato de En la zona (1960), su primer libro, anunció lo que sería su programa literario a través del personaje Horacio Barco: “Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país ni de una provincia: de una región a lo sumo”.

Saer, expone Prieto, cuenta la historia de esa zona a través de una serie de personajes recurrentes que se mueven sobre el mapa de una ciudad que es y no es la ciudad de referencia (nunca nombra a Santa Fe pero la muestra a través de localizaciones e infinidad de detalles), desentendido del rigor de los hechos de la Historia y consciente de “desactivar el modelo de los relatos cerrados, con principio, medio y fin y su consecuente ilusión de totalidad”.

“No se puede abordar la literatura de un autor, de un período, de un movimiento, de una nación, de una lengua solamente desde una perspectiva histórica o historiográfica, porque se pierden cosas en el camino”, afirma Prieto respecto de su enfoque. Al mismo tiempo, “no se puede abandonar nunca ni del todo la perspectiva que nos ofrece esa herramienta: cronología, temporalidad, desplazamientos en el tiempo” y tampoco desconocer “otras herramientas próximas a la historia de la literatura, como las relaciones con la historia política, con la tradición, con el canon, con las influencias, las cancelaciones de formas”.

Despedido del diario El Litoral por la publicación de un cuento considerado pornográfico, Saer vivió entre 1959 y 1960 en Rosario. El circuito de la Facultad de Filosofía y Letras y los poetas locales configuraron un contexto que le dio una legitimación inicial y le permitió encontrar “algunas certezas en cuanto a sus propias y tempranas presunciones, que ya no lo abandonarían”, según la reconstrucción de Prieto, que incluye parte de la correspondencia de Saer con sus amigos rosarinos.

El valor de una obra no es garantía de su perdurabilidad: hacen falta gestos y acciones, una transmisión entre lectores, editores y comentaristas, la presencia del texto “en la vida social de la literatura”. Prieto destaca en ese sentido la importancia del seminario de María Teresa Gramuglio (1984), “una operación fundacional tendiente a introducir a Saer no solo en la institución universitaria sino, más ambiciosamente, en la literatura argentina”, que además “funda un modo de leer toda la obra”.

Pero el lugar de Saer en la literatura argentina no solo fue un efecto de la crítica académica. Hasta 1984, cuando Alberto Díaz se convirtió en su editor, había publicado seis novelas, cuatro libros de cuentos y uno de poesía, en diez editoriales y seis ciudades diferentes. A partir de entonces, “deja de ser un escritor errabundo e inicia una etapa de profesionalización creciente en su trayectoria”, dice Díaz, que lo llevó a Alianza y luego a Seix Barral: “lo que yo le aporto es la continuidad de la publicación de sus libros, el aumento de las tiradas y la presencia en los medios de prensa, no estrictamente especializados”.

La consagración y los rechazos. Con El entenado (1983), Saer empezó a ser leído por el público común, dice Prieto; con Glosa (1986), “pasó a ser el autor de la época”. La presencia de Saer en los medios de prensa se hizo tan frecuente que para la compilación Una forma más real que la del mundo reunió casi sesenta entrevistas, de las que seleccionó veintinueve.

El reconocimiento también se expresó en los rechazos. Si se compilara un libro contra Saer, como se hizo con Borges, podrían incluirse una reseña despectiva de César Aira, burlas de Osvaldo Lamborghini, un brulote de Jorge Masciángioli en La Nación y la polémica reciente en la que la sintaxis de Saer, “el uso singular y magistral de los signos de puntuación”, como lo define Prieto, fue tachada de aburrida y vacía.

“Las distancias son normales en el sistema literario –comenta Prieto al respecto. El posicionamiento de un autor, si en efecto su obra importa algún tipo de novedad, propicia reubicaciones, furias, impugnaciones, en dos tiempos. El primero es cuando emerge la noticia y en ese caso los impugnadores son sus contemporáneos”. Ejemplo paradigmático, el dictamen del jurado del premio nacional de literatura que en 1942 decidió no premiar El jardín de los senderos que se bifurcan, de Borges.

“También está la distancia que toma Saer con respecto a la obra de Manuel Puig en un artículo publicado en 1973, o la reseña de Elvio Gandolfo sobre una novela de César Aira, creo que La abeja, cuando se pregunta si Aira es o se hace –agrega Prieto. En esa línea deben inscribirse las incomodidades de Aira y de Osvaldo Lamborghini contra Saer. Es la incomodidad frente a lo inesperado”.

La segunda impugnación “es la de los jóvenes contra una figura persistente en el tiempo, a la que quieren sacarse de encima”. Prieto enumera antecedentes históricos: los escritores del movimiento Martín Fierro contra Leopoldo Lugones, los de Contorno contra Borges. “Como dijo Borges, recordando aquellos vetos contra Lugones: tenían el deber de ser otros. Todos los jóvenes lo tienen”.  

La imagen frecuente de Saer como un escritor poco amable con el lector cae sin atenuantes ante las cifras que contabiliza Alberto Díaz: casi un millón de ejemplares de la obra impresos solo en Argentina, en diferentes modalidades de edición y con una tirada de 30 mil ejemplares de Cicatrices para venta en quioscos, entre otros hitos; es además el autor de literatura argentina más requerido en el Programa Sur de traducciones, después de Borges, con versiones recientes en chino y coreano.

La lectura de Beatriz Sarlo en 2017, dice Prieto, exime a los críticos de la necesidad de destacar la importancia de la obra. Como Saer decía, además los libros se defienden solos; y quienes lo rechazan por su trabajo como escritor no hacen más que confirmar su gravitación, su presencia, su continuidad en la literatura argentina.

 

La imprevisible evolución literaria

O. A.

—En “Saer en la literatura argentina” planteás que lo literario tal como se lo entiende hoy puede desaparecer de la escena y ser reemplazado por objetos considerados hasta ahora no literarios. ¿Ves alguna señal en ese sentido?

—Es una idea de los formalistas rusos. Lo que hoy es considerado literario tal vez no lo sea en el futuro, lo que hoy no es considerado literario, tal vez sea considerado literario en el futuro. Ricardo Rojas, por ejemplo, en su Historia de la literatura argentina, describe a la prosa de Lucio V. Mansilla como “fragmentaria”. Que es una descripción señera, que usamos aun hoy. Pero “fragmentaria”, para Rojas, es una calificación negativa. Mansilla escribe “así”, según Rojas, porque no puede ser un novelista, porque, de alguna manera, no le da el cuero para ser un novelista. Siendo en ese entonces la novela el género literario en prosa por excelencia. Cuando cambia ese valor posiblemente después de los cuentos y las intervenciones críticas de Borges, cuando la novela pierde ese estatuto hegemónico, lo “fragmentario”, como contrapuesto a las novelas románticas y realistas, también adquiere otro valor. Pero, con respecto a la segunda parte de la pregunta, eso nunca se puede prevenir desde el presente. ¿Hacia dónde va la literatura argentina? Cada uno de nosotros, como lector, como interesado en la materia, como escritor, tendrá sus propias expectativas. Y como valen todas, no vale ninguna.

 

Alberto Díaz: un editor a la medida del autor

O. A.

Saer escribía a mano, en cuadernos. Cuando tomaba la decisión de iniciar una novela o un libro de cuentos, escribía en cuadernos numerados y luego que terminaba, para mandar un original legible, lo pasaba a máquina y en los últimos años a la computadora. Ahí corregía algo, pero las modificaciones eran mínimas. Después que lo mandaba, yo se lo pasaba a los correctores y les pedía que respetaran las comas. Una vez que se desprendía del libro él no lo volvía a tocar. Jamás me reclamó por una errata, por un texto de contratapa, por nada. Tampoco hablaba de su obra, de que había querido hacer tal o cual cosa, como suelen hacer los escritores. Cuando le pedí Responso, me preguntó si estaba seguro de publicarlo. Le dije que veía esa novela no solo publicable sino necesariamente publicable. “Bueno, hacete cargo”, me dijo.

Escribí todas las contratapas de sus libros, menos de los dos primeros que le publiqué. En Glosa él me dijo que le pidiera la contratapa a Ricardo Piglia. En la época era menos marketinero, y Piglia no la firmó. Para El limonero real, que saqué en edición de bolsillo, le pedí la contratapa a María Teresa Gramuglio y me mandó un estudio maravilloso. Tuve que reducir la tipografía y aun así cortar el texto, porque no entraba. A partir de entonces hice todas las contratapas y Saer nunca me hizo ninguna observación. Nunca, tampoco, me hizo un reclamo porque sus libros no estuvieran en alguna librería, una cosa que hacen todos los autores. Cuando viajaba a Buenos Aires, yo lo voy a buscar al aeropuerto. Le llevaba la hoja de prensa con las actividades previstas y un par de ejemplares del libro que hubiéramos publicado para que conociera la edición. “Más de seis notas no hago”, decía. Pensaba que el libro se tenía que defender solo y el tema de la promoción era tarea del editor y de la editorial. “No tengo que ser puta de la prensa”, decía. En esa época yo recibía a autores españoles desconocidos que en la misma situación querían más notas y se quejaban de que eran pocas las que habíamos organizado.

“El horizonte” era el primer nombre de Las nubes, pero de pronto vio que era el título de la novela de otro escritor argentino y lo cambió. “Te preocupás por este autor argentino y a Aristófanes lo dejás colgado de la brocha”, le dije. “Ese está muerto y nadie lo conoce”, me contestó.

En las entrevistas hablaba pestes de los editores. En una dice que su recomendación para cualquier autor es que tenga dos editores, para sacarle más plata a cada uno. Citaba la famosa frase de Goethe, “todo librero es hijo del diablo”; en esa época los libreros eran editores. Dicho esto agregó que si un día yo me iba de la editorial y me pasaba a otra, de la que daba un nombre ridículo como ejemplo, me iba a seguir. Hay un ejemplo de su fidelidad conmigo cuando se presentó al premio Nadal. Saer no participaba en concursos, pero necesitaba dinero y ganó el premio con La ocasión. Le pagaron 25 mil dólares y le hicieron un contrato para toda la lengua, sobre todo para el mercado argentino. En una llamada telefónica -los últimos años nos hablábamos todas las semanas- le comenté que acaba de comprar la novela en la librería Fausto y que me había gustado mucho. “Cómo, ¿no la vas a publicar?”, me preguntó. Le expliqué que no podía, por cómo eran los contratos con los libros premiados. “Les voy a hacer un quilombo”, respondió. No sé qué hizo, pero en un momento recibo una carta de Destino -en ese momento todavía no era de Planeta- diciendo que disponía de los derechos para Argentina y el Cono Sur.

En su biblioteca estaban Borges, Arlt, Di Benedetto -para él era un modelo de escritura- Ungaretti, Rubén Darío, Montale, Pound, Faulkner, Thomas Mann, Proust, el objetivismo francés, la novela negra norteamericana, Piglia, Roa Bastos, Onetti –consideraba La vida breve a la altura del Quijote– y evidentemente Juan L. Ortiz, de quien toma su percepción poética del mundo. Pero a su vez tenía otras lecturas, de Freud a Wittgenstein, y cuando quería que le mandara algún libro no me pedía el último de algún autor argentino sino, por ejemplo, un libro sobre los pájaros del Plata, porque quería ver cómo cantaban los jilgueros y si estaban en tal o cual zona. Saer consideraba que su fuerte estaba en los datos materiales, que tenían que ser exactos.

El reconocimiento de Saer se dio de manera natural. El primer reportaje que conseguí para Glosa fue con Silvia Hopenhayn, para el suplemento literario del diario El Cronista. Le ofrecí hacer un reportaje junto con Piglia, que era más conocido. Hubo resistencias de los grandes medios: en el primer comentario, en La Nación, hacen mierda a Glosa. Eso cambia a partir de que Saer recibe el premio Nadal. El núcleo inicial de lectores, el de la revista Punto de Vista y sus amigos rosarinos y santafesinos, se mostraron muy celosos cuando él empezó a publicar en Alianza. Como que perdían al autor con el que tenían muchos guiños. Cualquier lector podía hablar a partir de entonces sobre Saer.