Dueño de una personalidad múltiple y de un criterio literario irrebatible, sobre Sergio Pitol (1933-2018) podrían decirse tantas cosas que preciso es moderarse. Fallecido hace dos días en la ciudad de Xalapa, su narrativa es un instante original dentro de la literatura mexicana, no solo por su conocimiento de la complejidad de la novela y la magnética elegancia de su prosa, sino sobre todo por su trabajo sostenido como traductor literario de excelencia, un legado que nutrió de manera única y original nuestra literatura y que sigue rindiendo sus frutos hasta hoy, como lo demuestran sus traducciones de Bakakai, Cosmos y Trasantlático, de Witold Gombrowicz, puestas a circular en la Argentina hace unos años por la editorial El Cuenco de Plata.
Atípico dentro de una generación dorada –contempóraneos suyos fueron Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco y Salvador Elizondo–, desde el inicio de su carrera se destacó no solo como un escritor cosmopolita sino directamente como un excéntrico, acaso por ello sus personajes más memorables son siempre seres estrafalarios, decadentes y vulgares, dueños no obstante de una extraña sofisticación.
Autor de ensayos, cuentos y novelas, la parte más sólida de su obra narrativa radica en la trilogía novelística titulada Tríptico del carnaval, compuesta por las novelas El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal, y sobre todo en el Tríptico de la memoria, donde El arte de la fuga refulge como un libro híbrido y original en el que la memoria, el ensayo y la ficción difuminan sus fronteras en aras de una fascinante distorsión, estrategia que utiliza de nueva cuenta en El viaje y El mago de Viena.
Profesor, investigador y diplomático, fue también un editor de excepción, como lo demuestra la mítica colección Los HeterodoXos, de Tusquets, editada en los 70, entre cuyos títulos publicó Carta a la vidente, de Antonin Artaud; Correspondencia abisinia, de Arthur Rimbaud; Escorpión y Félix, de Karl Marx; Manera de una psique sin cuerpo, de Macedonio Fernández; Cómo escribí algunos de mis libros, de Raymond Rou-ssel; Teatro laboratorio, de Jerzy Grotowski, y Giacomo Joyce, de James Joyce.
Traductor sin par de Bruno Schulz, Kazimierz Brandys y especialmente Jerzy Andrzejewski –cuya versión de Las puertas del paraíso es una auténtica obra maestra–, conocida fue también su adicción por los ingleses, de quienes tradujo algunas de las mejores obras de Virgina Woolf, Ronald Firbank, Ford Madox Ford, Joseph Conrad (polizonte) y sobre todo Henry James, cuyos Papeles de Aspern son un auténtico prodigio.
La calidad de sus tradu-cciones brilla en su castellano gimnástico, vigoroso por su elasticidad y capacidad de expansión. Pitol, quien también fue un dedicado estudioso de la literatura rusa, ha sido uno de los escritores que con mayor constancia acercó las literaturas eslavas al ámbito hispanohablante, y por ello es posible extraer de su proceder literario una ética artística: la excentricidad no se cultiva, se asume como una preciada pertenencia.
Ahora que ha muerto el hombre, y cuando de la nobleza de su carácter solo quedará el recuerdo en quienes lo conocimos, conviene recordar su credo, que nos reafirma y nos alcanza: uno es una suma, mermada por infinitas restas.