Seamos claros: hoy por hoy la manera más sencilla de hacer mella en alguien con una novela es tirársela por la cabeza –y más vale que sea una pesada, de esas que ya casi no se editan.
Frente a las almas inocentes que de tanto en tanto vuelven a confiar en la posibilidad de un cambio social producido desde el terreno de la literatura –ocultando, por ejemplo, que el propio Rodolfo Walsh, paradigma del escritor militante, admitió la incapacidad absoluta de Operación masacre para combatir los atropellos de la realpolitik–, cabe recordar lo que han escrito los contratapistas de este suplemento. Damián Tabarovsky, el 20 de agosto pasado: “Espero muy poco de la relación entre literatura y política. Por lo menos, cuando se entiende la política del modo convencional en que habitualmente se habla de esos temas. Libros con contenido, con mensajes; novelas obvias sobre los desaparecidos, el Che, la lucha armada”. Y Quintín, al referirse a la última película de Enrique Piñeyro, el 10 de septiembre: “No se debe sacrificar una película a su mensaje, a su vocación de comunicar, emocionar o convencer, so pena de mutilarla de su verdad cinematográfica, de su necesidad de estar alerta y en tensión frente a la complejidad del mundo, de tratarlo con respeto y no manipularlo como si fuera un pescado muerto”. “La moral del cine es contraria al proselitismo”, escribía Quintín un poco más abajo.
Y nosotros agregamos: la de la literatura, también. En el campo de las artes plásticas, el propio Antonio Berni –por citar al protagonista de la tapa de esta edición–, a quien nadie podría acusar de conservador, aseguró que ni los artistas ni sus obras son decisivos para la política, y advertía: “Si hay arte, no hay pancarta”.
¿Literatura o política? ¿Literatura sin política? Acaba de aparecer un libro que aborda algunas de estas inquietudes e incomodidades, que no son nuevas pero que han llegado, a lo largo del siglo pasado, a su punto de máxima algidez. Se llama Deslindes, ensayos sobre la literatura y sus límites en el siglo XX, es una recopilación de artículos críticos y está compilado por Claudia Kozak. Ya en la introducción, y en referencia al título, Kozak advierte que uno sólo comienza a preguntarse por los límites de algo cuando ese objeto “comienza a hacerse ausente, lejano o al menos borroso, cuando pierde sus contornos precisos”. Ese objeto es la propia literatura, que fue perdiendo, según Kozak, su visibilidad a lo largo del siglo –su valor de uso y de cambio, su función de capital cultural por excelencia. Así las cosas, ¿cuál podría ser su futuro? ¿Hay futuro para la literatura, tal cual la conocemos? ¿Reaparecerá para ella “el espacio posible de una nueva floración autónoma que pueda llegar a funcionar políticamente gracias a su no funcionalidad social”?
Para Kozak, las alternativas hoy son tres: el retorno a la autorreferencialidad (la literatura sólo se hace de literatura), el enmudecimiento (callar del todo o decir el silencio) y cambiar de lugar (es decir: devenir otra cosa). En estos interrogantes caben muchas de las incertidumbres (desde las razones de la invisibilidad social de escritores e intelectuales hasta la absoluta, pornográfica, visibilidad de la literatura de masas y los autores de fast food) y reflexiones fundamentales que preocupan a quienes hacen o intentan pensar seriamente la literatura actual, su producción, circulación e influencia.