El contrabando de citas recrudece en las fronteras de la Suiza neutral. Los bienes a medias declarados de Jean-Luc Godard se ocultan en una biblioteca privada que el mismo propietario saquea y deshoja. La literatura es para él una prestamista dadivosa. Advirtió que empieza a leer por las notas al pie; lo que de allí trafica es trasplantado al cuerpo principal de su obra. La revancha del culpable es ridiculizar, como en Adiós al lenguaje, el Nobel de Literatura, interrogándose sobre por qué no existe uno igual para la pintura y la música.
Una fascinación excesiva por el lenguaje puede producir hartazgo. Godard cierra los ojos ante lo mal que traduce la palabra. Se llama a sí mismo ensayista, pero está más cerca del collage cubista. Hojea cuadros. Prefiere –maestro de la sincronización– que música, sonidos directos y silencios abruptos hablen en lugar del lenguaje. Se confía al oído de un perro, lazarillo de su testamento. Hace años se había identificado con un perro de circo de Jack London, “con deseos de ser adoptado”; ahora se desdobla en un perro que husmea al borde del lago de Ginebra. Montaje misántropo: la belleza y la mansedumbre de un perro sin raza versus la fealdad y la crueldad de los seres humanos. (Ni las bellas mujeres del film llegan a serlo del todo, y los desnudos eran más naturales, estaban menos anunciados, en películas previas.)
Con sombrero, sus actores son menos actores todavía. De antipáticos actúan bien, pero no actúan, recitan textos. El incómodo pacto de eternizarse en un celuloide suyo al precio de no actuar, de no ser nadie, ni uno mismo ni otro. Si el papel protagónico se lo concedió al mejor actor tal vez la razón se encuentre en una frase oída en Nouvelle vague: “Un perro no puede fingir dolor”. Reaparece una vieja sospecha: Godard hace películas para poder hablar. En una oportunidad recordaría así sus años de crítico: “Hablar de cine era como hacerlo”. Rastrea imágenes a las que ponerles texto. Pensar en cámara gracias a la insuficiencia de la imagen. Sobran las ideas. Sobran los actores.
De pronto, se dice que un hombre ya no habla el mismo idioma que la mujer que tiene al lado. ¿Cuántos van quedando que quieran entender el dialecto de Godard? De allí quizá que le tiemble la voz. “De mí no queda más que el hombre que siente frío”, susurraba en JLG/JLG. A Godard parece emocionarlo su propia voz, que haya sido el hilo de tantas obras, la mera posibilidad de poder seguir utilizándola. Como si ahora, incluso, valiera más la voz que lo que dice (por eso se anima a declamar casi cualquier cosa). Godard como alguien siempre a punto de quebrarse. ¿Por ausencia de reconocimiento? Cientos de cineastas se cortarían una mano por haber filmado una de sus películas, pero él considera que el reconocimiento ha sido insuficiente. Durante una entrevista, su recargada identificación con la historia del matemático Galois lo llevó a derramar unas lágrimas. A lo mejor ésa es la ecuación: a mayor falta de reconocimiento, más hermetismo artístico, o más autoindulgencia. Godard no pretende una coherencia mayor. Entre el cero y el infinito no hay una cohesión –un promedio– posible, o uno o el otro. Godard vuela de lo gratuito a lo sublime y los extremos se tocan en un solo punto: lo inexplicable. Cada uno necesitará un intérprete, se oye decir, para comprenderse a sí mismo.
En 3D Godard sigue siendo un artesano. Trata al 3D como a otro de sus materiales obsoletos: el lenguaje. Confía en la lengua tradicional de los instrumentos manuales: un pincel, unos colores, una estilográfica, un cuaderno. Pensar con las manos. Siempre en estado de borrador, manuscrito. Letra clara, grande, redonda, de trazo grueso, bien visible. La caligrafía de Godard: su firma. Lo mismo que la tipografía que elige desde hace años para sobreimprimir frases, desprovista de jactancia pero no de raigambre: Helvética. El único cineasta capaz de hacer de la escritura una escena. En Adiós al lenguaje, Mary Shelley redacta Frankenstein con una pluma antigua y el roce con el papel suena como la soga de una hamaca vieja.
Godard da la impresión de que puede hacer cine con cualquier imagen. Sabueso sin dueño, se las sigue arreglando con restos. Esta es otra de sus películas residuales, perfectas para quien acumuló varias vocaciones frustradas: filósofo, escritor, pintor, matemático. Tiene otra película gracias a lo que no actúa a cambio de un honorario: árboles, lago, nieve. Al Godard tardío lo salvan las imágenes más obvias. Son las que hace cada día mejor. Lo salva, otra vez, su discontinuidad musical. La destrucción del cine por medio de un contrapunto no euclidiano. Lecciones de montaje para aprendices de una lengua muerta. Es como si a algunas de sus películas –así admitía que hacía él en su época de crítico– hubiera que quererlas sin verlas. Godard es hábil para entusiasmar o martirizar por las razones equivocadas. Como otros inimitables, se especializó en desperdiciar oportunidades por considerarlas fáciles. Adiós al lenguaje pudo haber sido muda.