La temporada literaria 2006, que suele medirse de marzo a marzo, deparó un desfile de pequeños escandeletes que demostraron que la chacra de la ficción no tiene nada que envidiarle al establo donde rumian su tedio las plantas que protagonizan la protonovela de Gran Hermano.
Lo singular es que cada uno de estos reprodujo como un simulcop (si es que alguien se acuerda aún de aquel papel traslúcido sobre el cuál podíamos calcar el mapa mismo de cualquier realidad geográfica), cuestiones sobre las que se afanan intelectual y discursivamente los practicantes de la escritura: el plagio, la apropiación, el fraude, la propiedad intelectual, el prestigio.
De memoria, recuerdo la última concesión del Premio Planeta, el quite del premio La Nación-Sudamericana a Di Nucci por devoción excesiva al copy-page de la obra de Carmen Laforet, y el sensible debate acerca de si Osvaldo Soriano había sido bien o maltratado en otros tiempos por los presumibles presuntuosos vándalos de la Facultad de Letras.
Sinopticamente, podemos decir que todos estos deliciosos caramelos destinados al olvido atienden a la difícil tarea de construcción de la verdad en el reino de lo ficticio. De todas formas, esta introducción venía a cuento de un episodio de plagio que me tocó protagonizar de manera involuntaria. Y antes de avanzar en el relato debería anticipar que se trata de un plagio a dos bandas, con la particularidad de que no sabremos nunca sobre cuál chocó primero la bola de la apropiación indeliberada.
La historia es así: hace unos años, Luis Chitarroni y yo impartíamos con notable fervor docente y escasa capacidad de cobro unos talleres literarios a los que asistía una fauna dichosa y talentosa, cuya celebración y exégesis requeriría de muchas más páginas que las que me fueron concedidas.
Entre la multitud (cada uno de ellos una cumbre por derecho propio), brillaba con su propia luz un abogado-autodenonimado play boy-practicante de deportes extremos como la buena comida y el alpinismo, viajero perpetuo, un personaje encantador y terriblemente querible, alguien que disfrutaba de la vida como nadie y que se empecinó primero y publicó después un libro sobre los recorridos turísticos-etnográficos-sentimentales de Bruce Chatwin, en el que demostraba que, en términos estrictamente informativos, el delicado viajero inglés había metido una y mil veces la pata escribiendo acerca de la Patagonia.
En resumen, Adrián Gimenez Hutton era una de las joyas del taller, cuya luz opacó tempranamente el mundo cuando nuestro alumno se subió a un avión breve y precario junto a un periodista de fama y a un empresario de nombre, y en las alturas el aire enfrió las alas y el avión cayó y Adrián nos dejó y las tapas de los diarios fueron de otros. Pero lo que sí quedó, o al menos quedó en mi recuerdo, fue un relato que Adrián nos hacía, al fin de cada clase del taller, en cada cena que continuaba a esos encuentros y que los justificaba, y que era, sin más, su mejor pieza literaria.
Que es lo que voy a contar la semana próxima.