CULTURA
Jorge Luis Borges

“Soy simplemente el que soy”

Aunque hace tiempo ya que se trata de un género literario en sí mismo, la entrevista con Borges no deja de deparar asombros y sorpresas. Por ello, la publicación de Borges: el misterio esencial. Conversaciones en universidades de Estados Unidos (Sudamericana), con traducción y notas de Martín Hadis y edición y fotografías de Willis Barnstone, constituye un documento medular para seguir ensanchando su legado. En exclusiva, reproducimos cuatro poemas (que nutren el volumen) del notable autor argentino, comentados por él mismo.

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Jorge Luis Borges. | pablo temes

Este libro recoge el conjunto de diálogos con Borges que tuvo lugar en los Estados Unidos en los años 1976 y 1980 (Universidades de Indiana y Chicago, Massachusetts Institute of Technology, PEN Club de Nueva York, así como el ocurrido en el Show de Dick Cavett).

Editado originalmente por Willis Barnstone, traducido y anotado por Martín Hadis (editor del memorable Borges Profesor, reeditado por Sudamericana en 2020), en estas conversaciones se repiten los tópicos del Borges que reconocemos de manera oral: los límites entre la realidad y la ficción, las pesadillas, los sueños, el “otro” y el doble, Stevenson, Chesterton, Kipling, y autores norteamericanos como Robert Frost, Emily Dickinson y Walt Whitman.

Sin embargo, y dada la inmensa metaliteratura y libros de entrevistas que abundan sobre el escritor argentino, hay un capítulo que se destaca en el volumen. Se trata de un diálogo en la Universidad de Indiana (marzo de 1980), donde Scott Sanders, Willis Barnstone, Luis Beltrán, Miguel Enguídanos y Jorge Onclander leen varios poemas de Borges en voz alta. Luego de cada lectura, Borges comenta sus propios textos. De esta forma nos acercamos a cimientos más firmes, nos sumergimos dentro capas más serias y formativas.

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Así puede leerse el poema “Fragmento”, donde Borges habría encarcelado una de sus pasiones más altas: las kenningar y el inglés y escandinavo antiguo, dando un poema donde lo que exclusivamente importa es el sonido y no su significado: “mi único intento de escribir un poema que fuera a la vez hermoso y sin sentido”. 

Lo mismo ocurre con “Poema conjetural”, siempre leído desde sus cimientos ideológicos, nunca estéticos: “El argumento de este poema pertenece a Robert Browning. Cuando leemos los monólogos románticos de Browning, podemos seguir los sentimientos de un hombre”. 

El monólogo de Browning fue muy explotado por aquellos que –durante la misma época– sentaron las bases de la poesía moderna, como Ezra Pound o T.S. Eliot. De hecho, “la imaginación auditiva” de Eliot (explotada y trabajada por autores como Seamus Heaney), mucho tiene que ver con la primacía de la aliteración de los sonidos sobre el sentido.

Generalmente asociada con formas métricas convencionales del español, la poesía de Borges supo entrar en diálogo con la modernidad, con el anglosajón antiguo, con el inglés moderno, lo que quiere decir que finalmente optó por elevar la categoría de poesía sobre cualquier idioma. 

Así leemos respecto a la sentencia final del poema “Un libro”: “Pensé en escribir un poema sobre ese hecho tan simple: que un libro es, hasta la llegada del lector, un mero objeto físico (…). Y dado que tenía que elegir un libro específico, pensé en Macbeth (…). Entonces pensé, bueno, está este volumen; dentro de este volumen se encuentra la tragedia de Macbeth, todo ese caos, ese alboroto, las tres brujas, ‘las weird sisters’. Y Weird no es un adjetivo en este caso. Weird es un sustantivo que desciende de la palabra anglosajona wyrd, ‘destino’. Las brujas son también el destino, las ‘weird sisters’, las hermanas del destino. Y ese libro está como muerto, este libro yace sin vida; está al acecho esperándonos. Entonces escribí la última línea del poema: ‘Duerme y espera’”. 

En exclusiva para PERFIL, aquí se reproducen algunos fragmentos y poemas del ya citado capítulo cuatro, titulado “Soy simplemente el que soy”. 

 

EL MAR

El otro, el mismo (1964)

Antes que el sueño (o el terror) tejiera 

Mitologías y cosmogonías, 

Antes que el tiempo se acuñara en días, 

El mar, el siempre mar, ya estaba y era. 

¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento 

Y antiguo ser que roe los pilares 

De la tierra y es uno y muchos mares 

Y abismo y resplandor y azar y viento? 

Quien lo mira lo ve por vez primera, 

Siempre. Con el asombro que las cosas 

Elementales dejan, las hermosas 

Tardes, la luna, el fuego de una hoguera. 

¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día 

Ulterior que sucede a la agonía. 

    

Creo que este poema debe ser bueno ya que el tema es el mar. El mar ha maravillado a los poetas desde Homero, y en la poesía inglesa encontramos el sentir del mar desde sus mismos comienzos. Figura ya en los primeros versos del Beowulf, en los que el poeta menciona el barco de Scyld Scefing, rey de Dinamarca, y nos dice que ese rey fue lanzado al mar en esa nave. Luego el poeta nos dice que lo enviaron lejos, sobre el poder de las olas. De manera que el mar ha estado siempre con nosotros. El mar es, además, mucho más misterioso que la tierra. Y no creo que uno pueda hablar del mar sin acordarse de ese primer capítulo de Moby Dick. Ahí también sentimos el misterio del mar. 

¿Qué es lo que he querido hacer con este poema? Bueno, creo que solo he intentado reescribir esos poemas acerca del mar. Recuerdo a Camões, por supuesto –“Por mares nunca dantes navegados”–, recuerdo la Odisea, y tantos otros mares. El mar siempre nos cautiva. Sigue siendo un misterio para nosotros. No sabemos qué es, o como yo digo en el poema, quién es, ya que no sabemos quiénes somos nosotros mismos: ese es otro misterio. He escrito muchos poemas sobre el mar. Este en particular sea acaso digno de la atención que ustedes generosamente le brindan. No creo que pueda agregar nada más acerca de este poema, ya que no se trata de un poema intelectual. Y es mejor así: es un poema surgido de una emoción, así que no puede ser demasiado malo.

 

G.A. BÜRGER

Historia de la noche (1977)

No acabo de entender 

por qué me afectan de este modo las cosas 

que le sucedieron a Bürger 

(sus dos fechas están en la enciclopedia) 

en una de las ciudades de la llanura, 

junto al río que tiene una sola margen 

en la que crece la palmera, no el pino. 

Al igual de todos los hombres, 

dijo y oyó mentiras, 

fue traicionado y fue traidor, 

agonizó de amor muchas veces 

y, tras la noche del insomnio, 

vio los cristales grises del alba, 

pero mereció la gran voz de Shakespeare 

(en la que están las otras) 

y la de Angelus Silesius de Breslau 

y con falso descuido limó algún verso, 

en el estilo de su época. 

Sabía que el presente no es otra cosa 

que una partícula fugaz del pasado 

que estamos hechos de olvido: 

sabiduría tan inútil 

como los corolarios de Spinoza 

o las magias del miedo. 

En la ciudad junto al río inmóvil, 

unos dos mil años después de la muerte de un dios 

(la historia que refiero es antigua), 

Bürger está solo y ahora, 

precisamente ahora, lima unos versos.

 

Estos versos me fueron dados una tarde en mi departamento en Buenos Aires. Me sentía triste, angustiado y abrumado, y me dije: “¿Por qué razón debería preocuparme lo que le sucede a Borges? Después de todo, Borges no existe, es una mera ficción”. Y entonces pensé en escribir este poema. Y pensé en mí mismo desde una perspectiva etimológica –yo tiendo a pensar de manera etimológica– y me dije: mi nombre, un apellido portugués muy común, Borges, significa “burgués”, “habitante de un burgo”. Luego pensé en un poeta alemán, un poeta alemán bastante conocido cuyas obras, supongo, he leído. Su nombre es igual al mío: Bürger. Y entonces se me ocurrió un truco literario: decidí escribir un poema sobre Bürger. Pero a medida que el lector avanzara, iría descubriendo que Bürger no es Bürger, sino Borges. Los dos tenemos, al fin de cuentas, el mismo nombre. Y entonces comencé hablando de una ciudad en la llanura. Acaso esa llanura representa mejor a los países bajos que a Alemania, pero en todo caso alude, también, a la provincia de Buenos Aires. Y dejé entonces una pista para el lector, hablé de la palmera en lugar del pino, y luego hablé de un río, un río con una sola margen, y recordé ese hermoso título que lleva un libro de Mallea, La ciudad junto al río inmóvil, y lo incluí en ese verso. El lector se da cuenta al final de que el poema no es sobre Bürger sino sobre mí, y encontrará acaso, también, que el truco es legítimo. Espero que funcione. 

 

BORGES Y YO

El hacedor (1960)

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el Correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página. 

 

Acabamos de oír el gran nombre, acaso el gran nombre olvidado, de Robert Louis Stevenson. Sin duda todos ustedes recuerdan que escribió Jekyll y Hyde, y es de Jekyll y Hyde que proviene esta página. Pero en la fábula de Stevenson la diferencia entre Jekyll y Hyde es que a Jekyll lo conforma, como a todos nosotros, una mezcla de bondad y de maldad, mientras que Hyde está conformado por maldad pura. Y por maldad Stevenson no entendió la lujuria, ya que no la consideraba algo malo, sino la crueldad. Pensó que la crueldad era el pecado prohibido, el pecado que ni el Espíritu Santo perdonaría. Este es, claro, el mismo argumento que Oscar Wilde utiliza en El retrato de Dorian Gray, creo que con menos eficacia que Stevenson, pero en el caso de este texto la diferencia entre “Borges” y “yo” es otra. Ya que en este texto, “Borges” representa todo lo que yo detesto. Representa la publicidad, el ser fotografiado, tener que dar entrevistas, la política, las opiniones (ya que todas las opiniones son superficiales). Y representa también a esas dos nulidades, esos dos grandes impostores, como los llamaba Kipling, el fracaso y el éxito, “podemos encontrarnos con el triunfo y el desastre, y tratar a ambos de igual modo”. “Borges” representa todo eso. Mientras que el “yo”, digamos –ya que el título del texto es “Borges y yo”–, el “yo” de este texto representa no al hombre público sino a mi “yo” privado, a mi realidad, ya que todas las demás cosas que acabo de mencionar, entre ellas la fama, son para mí irreales. Las cosas verdaderas que uno hace son sentir, soñar, escribir, pero no publicar, ya que eso le pertenece, creo, a “Borges”, no a mi verdadero “yo”. Hay que evitar caer en todas esas trampas. Yo sé, por supuesto, que el “yo” ha sido refutado por muchos filósofos. Por ejemplo, por Hume, por Schopenhauer, por Moore, por Macedonio Fernández, por Frances Herbert Bradley. Y sin embargo, creo que podemos pensar en el “yo” como si fuera una cosa. Y noto que en este instante acude en mi ayuda nada menos que William Shakespeare. Recordemos al Sargento Parolles. Parolles era un miles gloriosus, un cobarde. Fue degradado: la gente se dio cuenta de que no era, en realidad, valiente. Y entonces Shakespeare lo ilumina con su luz, y hace que el Sargento Parolles diga: “Captain I’ll be no more / simply the thing I am / shall make me live”. “No seré capitán, simplemente la cosa que soy me hará vivir”. Y eso nos remite, claro, a las grandes palabras de Dios: “Soy el que soy”, Ego sum qui sum. Bueno, yo creo que soy simplemente el que soy, esa cosa íntima y secreta. Quizás algún día averigüe quién es Borges, en lugar de qué es. 

 

LA LUNA

La moneda de hierro (1976)

 

A María Kodama 

Hay tanta soledad en ese oro. 

La luna de las noches no es la luna 

que vio el primer Adán. Los largos siglos 

de la vigilia humana la han colmado 

de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo. 

 

Acaso nos es dado hacernos algunas preguntas. Creo que la poesía, la memoria, el olvido, han enriquecido a la palabra “luna”. Me pregunto si la palabra moon, esa morosa palabra inglesa, es exactamente la misma que la luna del castellano o el latín. Creo que debe haber una ligera diferencia, y esa ligera diferencia puede ser a la vez, y al fin de cuentas, crucial. Pero en este caso pensé en las generaciones de hombres que han contemplado largamente la luna, pensando en ella y plasmándola en distintos mitos, por ejemplo, en el mito de Endimión en Latmos. Y luego pensé para mis adentros: al mirar la luna no estoy mirando solamente a un objeto luminoso suspendido en el cielo. Estoy también mirando a la luna de Virgilio, de Shakespeare, de Verlaine, de Góngora. entonces escribí ese poema. Creo que hay que prestar especial atención a la primera línea –Hay tanta soledad en ese oro–, ya que sin ella el poema perdería la gracia; bueno, quizás, al fin de cuentas, ya la haya perdido. Porque después de todo, escribir poesía es algo muy misterioso. El poeta no debe influir en lo que escribe, no debe intervenir en sus escritos. Debe dejar que estos se escriban solos, que el Espíritu Santo o la Musa o eso que ahora llaman, tristemente, el inconsciente, lo guíen, y de esta manera logrará, tal vez, escribir poesía. Quizá incluso yo haya logrado, de este modo, escribir un buen poema.