H.P. Lovecraft escribió uno de los ensayos matrices del género de terror y estableció allí leyes, clasificaciones, orígenes y mecanismos de producción de un tipo de literatura que lo tiene como uno de sus maestros. En El horror sobrenatural en la literatura puso al género en disputa y le dio una taxonomía. Escribió lo que luego iba a retomar Stephen King: la prueba de pertenencia de un relato al género debe medirse por su efecto, más que por las intenciones del autor o los mecanismos del relato. Lo que importa, anotó Lovecraft, es conocer si ese texto provoca en el lector un “profundo sentimiento de inquietud al contacto con lo desconocido”. El contrato del género depende, en definitiva, de la persistencia de esa inquietud, de ese principio de inestabilidad que fisura la realidad y horada en su efecto la percepción del que lee.
La antología King: tributo al Rey del Terror, que publicó Interzona y compiló el escritor ecuatoriano Jorge Luis Cáceres, reúne dieciocho cuentos de autores hispanoamericanos y muestra, en una serie unificada y heterogénea, que los géneros evolucionan, o al menos se mueven y desplazan, bajo un principio de contaminación. Crecen porque están inficionados y no son endogámicos. King no se olvida de Lovecraft y tampoco de Edgard Allan Poe cuando avanza en un nuevo marco teórico del género, y procede por absorción y contaminación. Los cuentos de esta serie no se olvidan de King y buscan dar cuenta de un estado regional del género, de las posibilidades narrativas locales de resolución de lo siniestro, lo unheimlich. Lo siniestro, lo familiar, la atmósfera de la que hablaba Lovecraft, lo extraordinario: en su gran mayoría, los cuentos que integran esta serie homenajean a King pero no tributan, se despliegan para caminar hacia otro territorio, y lo hacen en dos subconjuntos. En todo caso, tributan y se liberan: en una serie, la realidad provee el terror y el género le da una resolución narrativa, y están allí los autores argentinos, chilenos y mexicanos; en la otra, el terror va de la literatura a la realidad y la gobierna, y aparecen allí los relatos de autores españoles, de Cuba, Perú y Ecuador.
¿Cuál es el elemento central de lo que une y desprende, que da a los relatos esa instancia de pertenencia y renovación, de inclusión y contaminación? En principio, que las historias se presentan cruzadas por la realidad política, ejercen una forma de resolución narrativa de lo que está allí, y que porque está y al mismo tiempo falta, retorna. El cuento del chileno Francisco Ortega, Setenta y siete, da cuenta de eso, de lo que desaparece, y el relato de Juan Terranova, La masacre del equipo de vóley, explora una zona de muertos vivos, zombis, con una topografía política donde aparecen cuerpos que retornan desde las fosas comunes en la provincia de Buenos Aires, el Río de la Plata, las costas de Olivos y Vicente López, las islas del Tigre. Aparecen, vuelven, porque fueron tirados al río “casi vivos”.
Ese estado de indeterminación entre lo que vive y lo que muere, esa codificación política del terror en la realidad, es en el texto de Nicolás Saraintaris, El pedregoso, la violencia sobre un cuerpo en estado vegetativo. El cuento hace ingresar una secuencia discursiva alternativa, el mito, como una voz ancestral y mágica, que en el caso del relato de Mariana Enríquez, Los Domínguez y el diablo, es la religión, el culto. El pedregoso da una primera definición del don como absorción del dolor del otro, en este caso de las violaciones a una anciana en estado vegetativo. La cautiva de Saraintaris, que suelta los rostros de quienes la violentaron para dejarlos en el narrador, pasa al cuento de Ariel Idez con la transformación del don en la capacidad de producir sufrimiento. La lectura es un cuento sobre la condición del lenguaje en la literatura de terror, con la hipótesis de que hay algo insoportable, esto es, sin soporte simbólico, algo donde el lenguaje se agota cuando la narración explora, en sus fronteras, la tortura.
En el cuento de Idez la tortura es la que narra: toma la posición del que dice yo ante un auditorio y habla, en un relato que pugna por mostrar un desligamiento de las mediaciones. En ese límite, el tema es el mal y la tortura, y el efecto del lenguaje, pero el horror está depositado en la vulnerabilidad de la vida. La vida en estado inerme y en su potencia de prolongación, en su capacidad de no morir, llevada en esa potencia a una frontera donde el sufrimiento disuelve la capacidad de formularse en lenguaje y sentido. El narrador lo cuenta de este modo: la vida atrapada, sin capacidad ni conciencia para morir, en su estado puro, sometida al sufrimiento en un tiempo ilimitado. El relato gira una vez cuando habla la tortura y gira otra vez cuando los ojos del niño de dos años, en una posición de inocencia y espanto, interpelan al torturador, su hermano, y preguntan por la causa última: “¿Por qué me hacés esto?”.
La tortura, la desaparición, el secuestro, el estado indeterminado de los muertos vivos, las fosas comunes, las matanzas: la antología, o al menos un subconjunto de sus textos, resuelve afuera y adentro del género, preservando y quebrando sus límites, lo que retorna del terror en la realidad. Relatos que narran el mal y encuentran aquí una zona común que los atraviesa y los organiza, les da y les saca el lugar de la ficción extraordinaria: la vida política del terror.