El instinto despertó en mi padre una visión. Era de noche y el viento le acercó un olor desconocido. Insomne, él jugó con sus herramientas, ensayó ínfimas disecciones sobre la corteza de un árbol. Me ordenó ensillar. Entendí que seguiríamos el curso de ese olor hasta dar con su origen. No protesté: mi padre había entrado otra vez en trance, todo en su apariencia se desgajaba y dejaba paso a una energía ancestral.
Montamos. No fue necesario cabalgar. Mi padre se desplazaba en la oscuridad como si recorriera un espacio pequeño, un corral. Al pie de unos matorrales gimoteaba una chica. Me resultó sorprendente que ese cuerpo despidiera un olor tan único. Mi padre se debatió entre la furia y la vergüenza. Estaba avergonzado de su impulso pero observaba maravillado las manos nítidas de la chica. Fantaseé entonces con la posibilidad de que ella nos acompañara en el camino. En tal caso, sería mi primera amiga. Le pedí tímidamente que la dejara venir con nosotros. Ella alzó la cabeza y me dirigió un gesto huraño. Lo que yo creía un favor que nunca terminaría de pagarme para ella representaba a las claras una molestia. Su mundo apretadizo era el de un animal y a fin de cuentas yo temía por su naturaleza mucho más que ella misma. El aleteo de un pájaro rompió en la noche; la luna, por efecto del desplazamiento de las nubes, quedó descubierta y remarcó sus pómulos afilados. El soplo místico que sombreaba la cara se disipó cuando en la expresión se impuso ese terror infundado y abrupto que en la infancia antecede al pudor.
Volví a pedir por ella y esta vez mi padre me escuchó. Acampamos ahí, y junto al fuego pasamos un rato familiarizándonos. Ella se cobijó bajo una manta y pasó horas escarbando en la tierra sin moverse demasiado. Pensé que alguna vez yo había sido así: si ese hombre que ahora era mi padre no me hubiera rescatado, habría sobrevivido entre pajonales, masticando tierra.
Cuando se cansó de escarbar, mi padre estaba dormido y solo yo fui testigo de lo que aconteció: ella emergió ensangrentada del pozo que había cavado a ciegas. Sobre la piel se habían formado lamparones de tierra. Las manos eran desproporcionadas respecto al cuerpo: tenían nitidez y distinción femenina. Ella empezó a llorar en sordina, mostrando los dientes. Bajo el aura del fuego las lágrimas parecían restos de cera. Humanizada por el llanto, transformada súbitamente en mujer, me llamó. Repitió varias veces el gesto, y recién entonces comprendí que la insistencia era una señal de amistad. Proponía el secreto. Me guio por un camino largo y sinuoso. No había árboles, el paisaje estaba descubierto y oscilaba en el movimiento de las pequeñas y adoradas cosas lejanas. A orillas de un árbol me agarró la mano y se la llevó a la boca. Luego me cedió la suya y yo la besé tímidamente. Noté que el pulgar estaba tronchado donde comenzaba la uña. En su lugar, había una especie de pezuña negra. Dejó su mano unos segundos largos bajo mi boca, y del miedo yo no me atreví a retroceder. Temí que me lastimara: así como podía faltarle naturalmente el trozo de un dedo, podía sobrarle algo, una pierna, un don sanguinario o un atractivo sobrenatural. Me supuse en peligro hasta que ella balbuceó unas palabras tan suaves que le solté la mano. Estaba cantando.