CULTURA
Apuntes en viaje

Temporada de lluvia

Creo que dejé de usar botas de goma cuando terminé la escuela primaria. En la secundaria usarlas era un signo vergonzoso de que vivías en la periferia, en calles de tierra.

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Temporada de lluvia. | marta toledo

Después de varias semanas de sequía, el tiempo se ha puesto llovedor. Lo curioso es que llueve por la noche, al otro día está lleno de charcos, el día gris, neblinoso, con esa luz blanquecina que queda en el cielo después de la lluvia. Vivo en un contenedor devenido casa, así que las gotas repican contra la chapa del techo y de las paredes. Me duermo oyéndolas y me despierto varias veces en la noche y el tintineo a veces más fuerte, a veces más suave sigue ahí. Me recuerda al techo de zinc de mi casa de infancia.

La semana pasada me compré un par de botas de goma. Otra cosa que no usaba desde que era niña. Me hubiese gustado conseguir unas negras como aquellas, pero ahora vienen estampadas, de varios colores y, además, estaban a buen precio. Creo que dejé de usar botas de goma cuando terminé la escuela primaria. En la secundaria usarlas era un signo vergonzoso de que vivías en la periferia, en calles de tierra. Nosotros vivíamos a una cuadra del asfalto. Entonces me ponía unas bolsas sobre los zapatos para caminar esos cien metros de barro y luego me las quitaba. Supongo que llevaría otro par de bolsitas secas para la vuelta. Ayer por fin pude usar mis botas toda la mañana. Hubo un asunto de perros con los vecinos. Nada me perturba tanto como tener problemas con los vecinos. Cuando era chica mis padres se pelearon con el vecino porque puso una claraboya que daba a nuestro patio. Una discusión que por supuesto no terminó en paliza pero que rompió la relación de una vez y para siempre. Estuvieron décadas peleados, la claraboya firme en su lugar, y todavía seguirían peleados si el vecino no hubiese vendido la casa, marchándose del barrio. Entonces nunca quise problemas con mis vecinos. Mi perra se metió en la casa de al lado. Allí tienen dos ovejeros y la vecina vino a decirme con mucha amabilidad que no respondía por el ovejero macho que es muy bravo y podía lastimar a mi perra. Así que estuvimos toda la mañana acarreando pedazos de palets viejos que estaban arrumbados en el fondo, para construir un cerco. Mis botas respondieron bien. Se camina diferente con botas de goma, como sin mirar donde una pone el pie, firme y con decisión. Lo había olvidado.

Yendo al fondo a buscar las maderas descubrí matas de junquillos. No los había reconocido hasta ahora que empezaron a florecer. Sin flor son apenas un puñado de hojas verde oscuro, finitas, que crecen desde el suelo hacia arriba. El junquillo es la flor de mi abuela Siomara, sus canteros siempre estaban llenos de junquillos. Como florecen en esta época cuando no hay muchas flores, armábamos ramitos para llevar al cementerio. Mi madre también había plantado en su casa y hubo durante muchos años hasta que se perdieron. Así suele decirse de las plantas de bulbo. Están la mayor parte del año latiendo bajo la tierra, no sabemos que están ahí hasta que las hojas rompen la superficie y luego las flores para desaparecer cuando termina su estación. Hasta que un año ya no vuelven. Se perdieron los junquillos, decimos. 

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Miro esta primera flor y sonrío pensando en mi abuela que a los cincuenta años dejó su casa y sus matas de junquillo para irse a Buenos Aires a trabajar de mucama. A la edad en que las mujeres del pueblo se resignaban a enviudar o a seguir viudas y solas hasta la muerte, a criar nietos y cuidar familiares enfermos, la abuela Siomara se compró un pasaje de micro, hizo un bolso y se fue a una ciudad enorme y desconocida. A criar hijos de otros, a cuidar los enfermos de otros, pero por dinero.