CULTURA

Un año sin Fogwill

El escritor y sociólogo tenía 70 años cuando murió. Su hijo lo retrata. Fotos.

Rodolfo Fogwill.
| Cedoc

Soy yo”: todavía mantengo grabado el mensaje de saludo de su contestador. Su voz grave imperativa y su manera única de exagerar la O. Todavía mantengo su apodo en mi agenda: “Pa”. Todavía mantengo su nombre en mi Skype: “Fog”. Todavía mantengo todos sus correos electrónicos y en mi Blackberry su último pedido en el hospital: “Caramelos ácidos de Lipo, Secotex 5 miligramos, Cerealitas, mi pelota de tenis, mis cuadernos Moleskine y una Bic”. Paradojas de la escritura, su última palabra fue Bic. Capturado su recuerdo por los mecanismos de la red institucional y tecnológica que tanto combatió, siento todavía su voz y todos los días me vuelvo a preguntar si no será mejor empezar a borrar todo. Hasta cuándo voy a mantener esos bits de información. Y me doy cuenta de que todavía me seduce y tranquiliza la idea de cierta inmortalidad que hay detrás de lo virtual. (Cuento seis “todavías”. Qué hubiera dicho de estas repeticiones. Seguramente que escribo mal, como un puto. O como un alumno de Puán. Pero yo no escribo.)

Dos. Ahora soy él: intento escribir e intento escribir en el mismo medio en que lo hacía él. Semanas después de su muerte sentí durante algunos días la extraña sensación de “vivir su vida”. Por un lado era yo intentando ordenar sus recuerdos, pero por el otro era él intentando desactivar sus restos de vida: abrir su computadora, leer sus correos, pagar sus cuentas, usar su celular, leer sus anotaciones, regar sus plantas, escuchar su música, entrar a su casa. En su casa, desordenada y dispuesta como la había dejado, tuve la breve sensación de observar su vida en el estado intacto en que la había dejado. Como una pequeña maqueta en 3D: ahí estaba su vida, desplegada en los objetos de su cotidianeidad. Ahí estaban sus obsesiones presentadas como las diferentes plantas de un edificio construido en setenta años.
Helechos, náutica, libros, lapiceras, fotos, motores, máquinas, mecanismos, hojas, sus cinco hijos. Sentía también la sensación de un lugar en donde todo respondía a una extraña “Lógica de leyes Fogwill”, lógica de revelación, intensidad y libertad. Todas y cada una de las cosas tenían una doble vida Fogwill. En el medio: entre el antimaterialismo y la búsqueda de un saber. Miré y observé intentando conocerlo más y encontrar algún mensaje encriptado que me revelara un epitafio final. Recordé una de las frases que más repetía: “Andrés, la vida es dar vida. No todas esas boludeces que ustedes hacen y no hacen”. Ahí estaban los recuerdos de todas sus vidas. Todo había vivido muchas vidas. Libros releídos, discos rígidos abiertos, grabaciones, computadoras desarmadas, ropa vieja secándose, artículos de diarios y documentos pegados en la pared, cabos marineros usados como perchas, fotos escritas, hojas apiladas, motores. Y también ahí estaba su extraña fascinación por sacarles la carcasa a las cosas. Por desarmar. Por revelar. Por buscar una caprichosa verdad oculta. Una verdad entendida, como él decía, como todo aquello que no detiene la energía vital.

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