Entre los, digamos, trece y dieciocho años, la banda de sonido de mi vida tuvo cuatro acordes. Fue algo que empezó no recuerdo muy bien cómo, aunque, ahora que lo pienso, un primo algo mayor tuvo bastante que ver: todavía hoy recuerdo estar escuchando en su casa un disco de bandas punk argentinas llamado Invasión 88 y cómo una tarde, en un descuido, cayó en mis manos el LP Pleasant Dreams, aquel disco casi pop de Los Ramones.
En la Buenos Aires de 1989 el compact disc era todavía ciencia ficción. Tampoco existía Internet y la enciclopedia no registraba palabras como globalización. Conseguir un casete de Los Ramones era una aventura que solía terminar, no siempre con éxito, en las galerías de la calle Lavalle. Lo que pasó más tarde es conocido: cuando ni siquiera imaginaba la posibilidad de verlos en vivo, el grupo comenzó una larga serie de recitales en la Argentina que construyó una masa de público fiel y cimentó el mito. Años después, por fortuna, mis gustos musicales se diversificaron. Pero sé que hay discos, como Road To Ruin, Rocket to Russia o la recopilación de Ramonesmanía, que podría seguir escuchando siempre.
Hay una película excpecional de 2003, llamada End of the Century, que retrata la vida interna del grupo aunque excede el interés de los iniciados. Allí se cuentan las historias menos conocidas de la banda que inventó el punk en Nueva York, allá por 1975: el trastorno obsesivo compulsivo de Joey, el cantante, que lo aquejó hasta su muerte a los 49 años. La importancia como productor y amenizador de conflictos de Tommy, el primer baterista. El abierto nacionalismo casi fascista de Johnny, guitarrista, líder y verdadero cerebro financiero del grupo. La prostitución adolescente de Dee Dee, el bajista, que terminaría viviendo sus últimos años en la Argentina. Y el golpe final: cuando Johnny le roba la novia a Joey, y la banda sigue tocando durante diecisiete años sin que el vocalista y el guitarrista vuelvan a dirigirse la palabra.
Durante un pasaje de la entrevista que los directores del documental le hicieron a Joe Strummer, líder de The Clash, Strummer dice a cámara: “Aprendimos mucho de Los Ramones. Y una de las cosas que aprendimos fue a no andar tonteando en el escenario. Porque un número de Los Ramones empezaba allí y, cuando terminaba, lo hacía allí. Los tipos no pasaban horas arrastrándose, arañándose, ese tipo de comportamientos que hoy están tan de moda en las bandas de rock, pero que me pregunto si son espontáneos o sólo nacen de la ineptitud”.
No tontear, ni arrastrarse. Cuando a William Faulkner, uno de los novelistas más talentosos de todos los tiempos, le preguntaron cuál era el secreto de su trabajo, contestó: uno por ciento de inspiración, noventa y nueve de transpiración. Cuando aún era periodista, Ernest Hemingway escribió cierta vez una frase que distribuyó en cada escritorio de la redacción. Decía: “Escriba con frases cortas, no se haga el artista”. Hemingway se refería al ejercicio del periodismo, pero también a su literatura: ése es el método que transparentan sus mejores cuentos, los mismos con los que abriría la puerta a casi toda la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Sin aquel elogio de la simpleza –que es trabajo de orfebre, y tiene mucho de sabiduría– serían inconcebibles discos como los de Los Ramones, y libros como los de J.D. Salinger, Raymond Carver, Tobías Wolff o Richard Ford. Nada menos.