Hace dos días (mientras escribo esta columna que ustedes estarán leyendo el domingo) murió el escritor Carlos Busqued. Como a buena parte de los escritores y las escritoras de la literatura argentina contemporánea, la muerte de Busqued me dejó helada. Hacía unos días habíamos estado en una reunión de zoom por un proyecto colectivo, muy hermoso, que presentaríamos en sociedad en noviembre. Busqued así como era él, llegó tarde, y mientras hablaba con nosotros también hablaba con otra gente que aparentemente daba vueltas por ahí, me imaginé que estaría en una oficina de la universidad donde trabajaba. Pese a esta aparente dispersión o a este aparente estar en varias cosas al mismo tiempo, estaba tremendamente entusiasmado con el proyecto que nos convocaba. Diría, casi, que era el más entusiasmado de los escritores y escritoras que estábamos en esa reunión. O tal vez era el más expansivo.
La muerte inesperada siempre es una patada en los dientes.
No éramos amigos y tampoco sé qué pensaba él de mí. Pero a mí siempre me cayó bien. Me acuerdo cuando salió su novela Bajo este sol tremendo (acaso uno de los mejores títulos que dio la narrativa argentina de las últimas décadas), el run rún que se armó alrededor del libro, un escritor ignoto publicando su primera novela en ¡Anagrama! ¿De dónde había salido este coso? Digo: coso y pienso que le caería bien. Busqued y yo tenemos casi la misma edad y los dos somos provincianos. Cuando él y yo éramos chicos, se decía mucho “coso” en vez de pibe o flaco. Coso, pienso ahora, también podría ser una buena traducción de freak. Y Busqued era bastante freaki y bastante coso.
Una vez compartimos un lomito en Resistencia: el mejor lomito del noreste, en una confitería cheta. Eran tan grandes que había que compartirlos. La mitad que le tocó a él era tan grande también para un tipo, un coso, tan grandote como él. Tal vez en ese viaje, o en otro (tengo unas instantáneas nuestras también en Guadalajara, fumando faso en la vereda de un museo antes de entrar a no sé que inauguración de algo), me preguntó con tono confidente cómo se hacía. Quería decir cómo se hacía para ser un escritor y que te pagaran; cómo se hacía para tener un agente; cómo se hacía para que la escritura fuera más un oficio que un pasatiempo.
La última vez que lo vi fue en 2019 y fue también en una vereda, en San Telmo, afuera de la librería Caburé donde él había estado leyendo y yo había ido porque también leía una amiga mía. Me acuerdo que le dije: ¿ya te vas? Y me dijo: sí, yo siempre quiero volver rápido a mi casa. Un día podemos tomar una cerveza, le dije. Me dijo que sí, que le gustaría, que quedáramos. Nunca quedamos.
En un ciclo que hacíamos en Enjambre, leyó fragmentos de Magnetizado, su último libro que entonces aún estaba inédito. Habremos sido veintipico de personas y algo magnético, literalmente, pasó mientras leía. Tiempo después salió publicado. No lo leí todavía, lo tengo pendiente como tantas otras lecturas.
Después vino también la denuncia por abuso. No sé qué pasó: si se desestimó, si fue retirada, si sigue su curso legal en los pasillos de algún tribunal. Leí varios comentarios sobre el tema en posteos doloridos de amigues y admiradores de Busqued. A mí me entristece mucho su muerte, como sea. Era un gran escritor. Y un tipo, un coso, ingenioso, ácido y divertido. Usaba también unas remeras memorables.