La paradoja es para Jorge Miño casi tan importante como la cámara. Este pensamiento filosófico y matemático está a la altura de sus intereses por la arquitectura, las escaleras y los espacios que descompone en cada una de las tomas que hace de ellos. Porque si bien su trabajo con el referente, los escalones, los techos, las barandas, está guiado por la sofisticada idea de hacerlo menos visible en su representación y volverlo una metáfora de aquello, sus imágenes van un poco más allá. Están tentando los límites, desbordando la fotografía para meterse en la abstracción geométrica, para desmarcarse de los géneros e integrar muchos. Así, también, como lo practica en el contenido, esos desplazamientos de planos, esas secuencias de espacios, los promueve en la forma. Y eso es lo que está detrás de cada revelado: sacarle una foto a una idea que, justamente, sea como la paradoja del borde de lo pensable, lo posible último (y a veces ni siquiera) del juicio o planteamiento.
En la muestra que expone en el Paseo de las Artes del Palacio Duhau hay varios momentos que convergen en esa voluntad del fotógrafo de avanzar y tensar los contornos entre lo visual y la reflexión. Ya en los mismos títulos de los que estos cuadros forman parte está el planteo: Equilibrio de la tensión y La lógica de las formas son los nombres de estas series. Tanto en ellos como en El umbral invisible donde el final es un comienzo, unas piezas que mostró en el Centro Cultural Recoleta en 2015, y la más reciente, Volúmenes en el vacío, en Galería Praxis, el contraste de los opuestos, hasta el momento que algunas cosas no pueden continuar juntas se verifica con la contundencia de un brillo o el resplandor de una forma.
El pasillo amplio de este lugar colabora con la circulación de lo que el artista está entregando en diferentes formatos: obras más grandes, formatos más pequeños y unas piezas que parecen querer encerrar la clave. Son unos cubos de acrílico que apresan imágenes para devolver, por refracción, otras. Ese sería el estímulo y la finalidad: tomar partes del mundo para darles una nueva manera de ver. Un nuevo punto de vista.
Miño se propone fotografiar menos un objeto o un cuerpo volumétrico que una idea. O mejor dicho, de la manera que captura y modifica lo que vemos está poniendo un pensamiento en acción. Como la fantasía y la ilusión, sus obras se internan en esa busca inmaterial. Responden al impulso y quieren aprehender de qué está hecho eso que pensamos. Pero guiado por la paradoja, esa constante superposición de opuestos en el razonamiento, al tiempo que potestad de lo humano.
¿Será por eso que no hay vida en sus fotos?, ¿que el esfuerzo por retratar el raciocinio es lo suficientemente poderoso para evitar poner a los seres? Ahí, también, reside una nueva contradicción. Vaciados de existencia viviente, las fotos de Miño son sólo posibles a partir de una mente que piensa. Que las piensa. Como un neurocirujano que explora las capacidades del cerebro, el fotógrafo se sumerge en las del tiempo y el espacio. Haciendo evidente que uno es interdependiente del otro. Que en las gamas en degradé y los fantasmas hay tiempo que fluye. Que en los contornos esfumados el espacio se despliega.
El ojo que mira actúa en el fuera de cuadro. La obra lo necesita pero no lo retrata. Lo presupone para accionar la secuencia desde la vista al cerebro. Una onda que ingresa y desata todo un abanico de experiencias. Que es sensible, estimulante. Pero que, además, es intelectual y por eso potente y bella.