El Centre d’Art d’Època Moderna (CAEM), de la catalana Universidad de Lleida (Lérida), hizo público un descubrimiento asombroso: al restaurar el Retrato del Príncipe Carlos pintado por Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667), surgió el retrato de su hermano Felipe Próspero que había realizado Diego Velázquez (1599-1660), una versión que se considera anterior a la idéntica ya existente en el Kunsthistorisches Museum de Viena. Durante diez meses dos especialistas del CAEM, Ana Villalba y Salut Díez, restauraron la pintura luego de un intenso análisis realizado con radiografías y fotografía infrarroja.
El estudio teórico que avala este descubrimiento acaba de ser publicado por dicha universidad en el libro Velázquez. El fluir expresivo de su pintura, de la investigadora Carmen Garrido, quien falleció en diciembre de 2020. La publicación cuenta con estudios sobre quince pinturas del Siglo del Oro español que la autora atribuye a Diego Velázquez, la mayoría de ellas pertenecientes a colecciones particulares.
Garrido fue directora del gabinete de documentación técnica del Museo del Prado (1980-2012) y codirectora científica del CAEM. Antes de continuar con el artículo, recomendamos al lector que visite la página de este centro de restauración de arte en caem.udl.cat. Allí encontrarán todo tipo de estudios y restauraciones, con comentarios e imágenes, que abarcan desde Goya a un seguidor del Bosco a través de su sorprendente Asalto a un elefante.
La noticia guarda una incógnita: por qué Martínez del Mazo, discípulo y yerno de Velázquez, pintó sobre el retrato realizado por éste. Y aquí es donde las hipótesis suelen diferir de las lecturas “oficiales” vinculadas al origen de estas piezas. Es decir, es muy probable que el gesto del yerno fuera un acto de hartazgo ante la relación con la Casa Real española. El retrato oculto por más de 350 años es el de Felipe Próspero, tercer hijo y primer varón entre Felipe IV y Mariana de Austria, quien falleció a los tres años a pocos días de nacer Carlos (a posteriori Carlos II). En sí, Martínez del Mazo pintó al nuevo heredero sobre el retrato del otro muerto. Un niño por otro, reemplazo tan brutal como ocurrió en la realidad.
El otro aspecto a contemplar es de carácter perceptivo, donde se destaca no solo la mirada experta de Garrido, sino la intuición que solo un entendido compenetrado en el arte, más allá de su conocimiento fáctico a través de la restauración, pone en juego la historia en conjunto con la ciencia, incluso en química, como en el análisis de los valores cromáticos, o las presiones del pincel sobre las telas, que hacen de una obra única perteneciente a un único artista. Y también, en esa mirada analítica también anida una percepción de la obra en su propio marco de complejidad: si algo “molesta” en ella, o no encaja, es síntoma de una anomalía. O no es original o esconde algo.
Y es aquí donde aparece la mirada de Salvador Dalí (genio, loco, ambas cosas, y repulsivo sí, pero genio al fin), de cuya megalomanía ocurrieron publicaciones como Diario de un genio, (donde confirma todo lo antedicho) y la que viene al caso: El mito trágico del Angelus de Millet, publicado en 1963 por Jean Jacques Pauvert, en francés; y en nuestra lengua por Tusquets en 1978, con el aporte de imágenes accesorias. Allí Dalí analiza esta pintura, fechada entre 1857-1859, que lo atrapó en la infancia, sugiriendo significados, proyecciones e influencias. Tal fue la observación obsesiva que por su insistencia el Museo del Louvre realizó una serie de estudios con rayos X. Abajo, a la derecha, insistía, hay algo extraño debajo de esa canasta a los pies de la mujer que reza junto a su marido.
Y, efectivamente, debajo de las capas de pintura aparece “una masa oscura que sería el ataúd ante el cual están rezando los dos personajes y que Millet habría suprimido siguiendo el consejo de un amigo”, como reza en la edición de Tusquets al pie de la imagen.
La “censura” de Millet es sobre el espacio donde retrata a un niño muerto antes del bautizo (y que no podía recibir sepultura en camposanto), de no ser así, la dimensión del rezo de la pareja tendría un sentido más devastador que religioso.
Dicho hallazgo fue el detonante para el libro de Dalí, donde expresa su método al que define en la introducción: “este libro es la prueba de que el cerebro humano, y en este caso el cerebro de Salvador Dalí, es capaz, gracias a la actividad paranoico-crítica (paranoica: blanda; crítica: dura), de funcionar como una máquina cibernética viscosa, altamente artística.”
Una mirada desquiciada, pero certera.