Las cuatro intervenciones mediáticas en las que Ricardo Piglia trata de acercarse a Jorge Luis Borges plantean un enigma: ¿a qué público están destinadas? Una aparente respuesta surge cuando refiere a la síntesis borgeana, “utilizaba técnicas para resumir”. Esta forma gráfica invoca un plano medio, de educación pública incompleta, como toda educación. Avisa que su público debe retroaerse al aula, por eso la puesta en escena del atril en el espacio del dictado. Una serie de clases con extraño aroma de clase, en su sentido más político. Las formas son simples: una introducción, el planteo de alguna hipótesis, su aparente demostración con citas y anécdotas, la aparición de dos invitados que reafirman lo expresado, un final con conclusión o intervención de “los alumnos”, que siempre constatan lo dicho. Ninguna contradicción, ninguna discusión, ninguna noción distinta a las de quien enuncia, que se dice descreer del canon de la crítica, canonizándose en el proscenio visual. Pero también se exime, y autocrítico, en la última charla (porque eso hace, dialoga con el imaginario público recluído en el aula de su voz) recomienda ciertos textos de Borges que subraya imprescindibles. El artificio crítico que esto convoca es la inversión, ¿qué textos de Piglia recomendaría Borges? Pero hay otra cuestión más primitiva, o radical. Y ya no es el tono, sino la forma oral con la que Piglia construye su discurso, que remite más al titulado del concepto que a su verificación. Frases como “Borges estuvo más cerca que nadie de ser eso que quería ser”, “Borges iba a donde fuera a decir lo suyo, por eso estoy acá (¿?)” ó “La industria borgeana editorial y la industria borgeana académica, no quieren reconocer que Borges se quedó ciego en 1953 y su capacidad de estilo quedó destruida” (clase 1), demandan otro gesto crítico: la verdad de las mismas no se constatan en ningún momento.
Con paciencia he visto los programas de la siguiente manera: en su emisión pública y en el sentido inverso a través de Youtube, y me consta que las afirmaciones al tono carecen de respaldo alguno. Esto dice que Piglia plasma sus conceptos a través de un análisis urgente sobre la obra borgeana, sostenida en una lectura unidireccional. La trampa está tendida, del lado de la memoria y del texto. Del texto: refiriéndose al libro crítico de Adolfo Prieto (del grupo Contorno), Piglia señala que al citar a Borges está perdido, su crítica es menor a la cita. O también, que citar a Borges demanda un entorno lingüístico de orden superior, que debe ser próximo para no quedar desprestigiado. Por caso, Piglia también sufre tal paradoja. Pero luego, está el tema de la memoria. Si Borges era minimalista al detalle, ¿por qué ser menos? En el verano 1995-96, en la revista El Rodaballo, en el artículo Sobre Saer y la crítica de Ricardo Strafacce, en la nota al pie número veinte, Piglia dice de Borges en un reportaje a la revista Crisis de 1986: “Inmediatamente empieza el reflujo: inevitable en el caso de Borges cuya pérdida de prestigio se puede pronosticar sin demasiado riesgo”. De esto podemos inferir la fortuna de Piglia en los juegos de azar, destino que ni reconoce en Borges, cómo funcionaba tal concepto en su literatura. Al menos Piglia ya tiene una imagen cristalizada por su acción televisiva, tal vez obra del negado destino borgeano que acciona con ironía.
Somos esclavos de la brevedad, de lo contingente de la duración, y antes de que el espacio se reduzca a silencio, es necesario señalar otras omisiones píglicas. La clase de política a la que pertenecen estas clases ignoran la educación de Borges en Ginebra, su anarquismo spenceriano (la influencia en Borges de El hombre contra el Estado de Herbert Spencer ya fue abordada por Luis Diego Fernández en este suplemento el 1º de septiembre de 2012), su amistad con Guillermo Cabrera Infante (cierto, era un intelectual anticastrista), así como también un suceso lamentable, como la cárcel para Norah Borges y el arresto domiciliario para Leonor Acevedo, por parte del aparato político del general Perón. Esto permite a Piglia afirmar que Borges era “un hombre de derecha que tiene un estilo”. Cuando debería reflexionar sobre una ética, individualista sí, tal vez idealista por obstinación, pero para nada despótica, y que aborrecía del totalitarismo, la sumisión ante el ejercicio del poder. Lo máximo que Piglia se permite es referir a una ética a través de Lacan (a su disgusto): “el sujeto libre, ético, es el que es capaz de seguir su deseo” (clase 2). Pero de cómo funcionaba el deseo en Borges, cuál era su ética, nada. Luego, para que no busquen en vano (como Bioy Casares, del que dice: “era un pavote”), el libro El arte de la poesía (clase 4) no existe, sí Arte Poética, compilación de las conferencias de Borges en Harvard, dictadas entre 1967 y 1968. Como broche inquietante, en la clase 3, Piglia sentencia: “es mejor que haya lectores de vanguardia que escritores de vanguardia, porque son muy molestos”. Mao y Stalin gozan de buena salud.