México, la revolución congelada, el documental que filmó Raymundo Gleizer en 1970/71 y que cuenta el período que va desde la matanza de Tlatelolco de 1968 hasta el jueves de Corpus de 1971, lleva en el título el adjetivo de su (mala) suerte. Sólo pudo darse en Buenos Aires una vez: el día de su estreno. El entonces secretario de la gobernación de México, Luis Echeverría, que tanto se había entusiasmado con el proyecto del cineasta argentino para limpiar la imagen del gobierno, se dio cuenta, con espanto, de que se proyectaba su condena. La suya y la del PRI, que había traicionado todos los ideales de la Revolución. La mandó prohibir y sólo pudo ser vista 36 años después cuando, entre otras cosas, Gleizer ya no vivía, porque había sido secuestrado y desaparecido en 1976 por la dictadura argentina.
Un poco después, pero en Chile, más precisamente el 13 de septiembre de 1973, debió inaugurarse una muestra cuyo tema era Orozco, Rivera, Siqueiros. Pintura mexicana. No sólo el golpe militar al gobierno de Salvador Allende que fue dado tres días antes impidió que la exhibición fuera vista, sino que un bombardeo al Museo Bellas Artes de Santiago de Chile casi destruye por completo estos cuadros. Fueron más de 36 años, en este caso, los que distanciaron la posibilidad de apreciar esta magnífica exposición. Fiel a la curaduría pretérita de Fernando Gamboa, quien además logró sacar las piezas de ese Santiago ensangrentado, en 2015 se inauguró esa “exposición pendiente” con Carlos Palacios, un experto venezolano, para darle una nueva oportunidad a estas pinturas.
Los dos episodios, a su modo, cuentan de manera singular el retraso con que algunas imágenes mexicanas llegan a poder ser vistas. Justo coinciden en tiempo y en estos lugares meridionales, donde no sólo expresan un estado del arte sino de toda una época.
Más allá de las contingencias funestas, la muestra de pintura mexicana está en todo su esplendor en la sala del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires proveniente del Museo Carrillo Gil. Los cuadros de los muralistas destacan la tarea pedagógica que comenzaron en los años 20, formando parte de los lineamientos de José Vasconcelos como secretario de Educación. Serían la laicísima trinidad que dotaría a la Revolución de sus imágenes más pregnantes y los murales se volverían los manuales de ese proceso.
Además, en los pequeños formatos que se ofrecen no sólo están los ejercicios para esa tarea sino, como en el caso de Orozco, su busca experimental. Una deliciosa sección de dibujos en tinta atraviesa la línea más conservadora de este artista, la más realista y referencial, hasta volverse una poderosa ejercitación sobre los trazos de la vanguardia y las rupturas en el arte del siglo XX.
Los experimentos siguen con el uso de la piroxilina por parte de Siqueiros, el más explosivo y radical de los tres, al menos en su biografía. En esas obras, casi como un manifiesto, el autor de Ejercicio plástico, el mural que realizó en la casa de Natalio Botana y del que hay una maqueta expuesta, dinamiza la idea de que al arte moderno (de su tiempo, aclaremos) hay que hacerlo con los materiales contemporáneos. Por lo tanto, serán esa laca de nitrato de celulosa sobre madera prensada, sopletes y demás implementos salidos de la ferretería.
Asimismo, la muestra que se hizo esperar en la historia o, mejor dicho, que siguió atrozmente fiel al tiempo de la historia, viene con recompensa. La conexión sur es un núcleo curado por Cristina Rossi y que pone en relieve las relaciones de estos artistas mexicanos con los argentinos. No sólo por las colaboraciones explícitas como las de Berni, Spilimbergo y otros, con Siqueiros, en el mural ya mencionado sino por cómo en pinturas, dibujos, bocetos, grabados de Distéfano, Urruchúa, Juan Carlos Romero, Diana Dowek, Alonso y Castagnino la huella de los relatos de esa épica del dolor y la tragedia quedó marcada