Un escritor le dice al otro: hagamos un viaje por las cercanías, vamos al pueblo de infancia de Alberto Laiseca, Camilo Aldao, en el sureste de la provincia de Córdoba. Eso está ahí nomás de Los Surgentes, donde fusilaron a Santiago de Liniers, en el Monte de los Papagayos. Cierto, y de pasada cruzamos a Santa Fe, y vamos al pueblo de Ezequiel Martínez Estrada, San José de la Esquina. Al norte de estos parajes, en Pozo del Molle, G. Guerber parte en su vehículo hacia el sur a encontrarse con Gastón Ribba en Villa María, Córdoba. De allí parte la caravana de dos en el monstruo mecánico de Ribba. Una visión bifocal en carreta del siglo XXI, una misión depredadora de lo posible.
El trayecto: Villa María-Sanabria-La Laguna por Ruta Provincial (RP) 4, al sur. Luego siguen por La Laguna-Idiazábal-Ordóñez-Justiniano Posse-Monte Buey-Saladillo-Inriville-Los Surgentes-Cruz Alta por RP 6 al sudeste hasta el límite con Santa Fe y cruzan a Arteaga-San José de la Esquina. Ya de vuelta en Los Surgentes, desvío a Camilo Aldao por RP 12 al sur. De allí el regreso a Villa María: 400 kilómetros ida y vuelta. Un círculo prodigioso por la pampa gringa argentina.
El dúo dinámico visita los lugares, encuentra y desencuentra. Gastón Ribba hace fotografías. Ambos buscan indicios donde la memoria queda lejos de un tiempo perdido. Parajes que hacen imposible la reconstrucción. No hay a quien preguntar. No hay lugar para la road movie, tampoco para el documental, menos apropiada resulta la crónica periodística. Porque una nada gigantesca excede y la inmensidad deja un solo camino: la crónica literaria, que es lo que aquí se presenta.
Tal vez la literatura argentina comenzó en realidad en ese exceso de celo de Mariano Moreno hacia Liniers y sus aliados, porque con esa matanza se hizo la primera tinta del relato argentino, tinta roja. Luego, con la ciencia y sus rayos mágicos, Radiografía de la pampa dejó al descubierto la traición definitiva de Buenos Aires; Martínez Estrada solo, contra la Cabeza de Goliat. Y para sellar el pacto rebelde, Alberto Laiseca, el conde Láisek (conde de Buenos Aires, como Liniers), desplegó la grandeza de una tierra más que fantástica, algo que podemos denominar Territorio Nacional de la Imaginación.
Este recorrido no busca otra cosa que la secuela delirante de tales desbordes…
Gastón Ribba
La inauguración de la sede del Club Social de Camilo Aldao en 1931 debe de haber sido todo un acontecimiento. Un cubo art decó en mitad de la nada, una taba tallada a escuadra entre los primeros ladrillos a la vista y los últimos adobes. Brilla celeste y blanca en el mediodía del viernes 13 de enero de 2023 con su Messi ploteado en la vidriera. Dos manos de látex celeste pileta enmarcan la entrada blanca al hueso y la puerta como boca sin dientes que escupe a un gringo morrudo. Buenos días, andamos en busca de la casa de la infancia de Alberto Laiseca. ¿Sabe usted dónde queda? No, pero adentro hay uno que sí.
A la sede del Club Social de Camilo Aldao, a cualquier sede por estos lados, se entra en compañía de un iniciado o no se entra. Acá el hombre busca la casa de Laiseca. Al lado de la mía, dice otro gringo que dobla en tamaño al guía y oficia de banca en el tapete. Cuerina negra sobre tabla redonda de patas inestables. Nadie levanta los bifocales del naipe. El interior del casino del Club Social de Camilo Aldao fundado en 1931 es oscuro como los camiones que llevan a Rosario o San Lorenzo la soja de las banquinas con o sin cartas de porte. El mediodía blanco y celeste del viernes 13 de enero de 2023 podría ser una fotocopia a color de cualquier mediodía en retrospectiva hacia 1931 y más allá: el gringo almuerza a las doce en punto y a más tardar a las doce y media se sienta en el club a tomar el bajativo y a perder o ganar lo que los camiones –con o sin papeles– llevaron a Rosario o San Lorenzo o Timbúes o tal vez Paraná arriba hacia el Paraguay y los puertos piratas del Brasil.
El lector podrá encontrar la misma postal en el Argentino de Monte Maíz, el Dowdall de Pozo del Molle, el Agrario de Villa María y hasta en el Conrad de Punta del Este, si la lluvia y el año y el rinde y coso. Pero acá el hombre no sabe dónde queda tu casa, aclara el guía, y acaricia el casco sin visera como si fuese una calavera muy querida. Ahí la banca levanta la vista y es seña que acatan los otros cinco. Buen día, qué tal, un gusto, yo soy tal y vengo de allá y eso. ¿Usted busca a alguno de los Laiseca?, pregunta en ese tono que en lenguaje del sudeste de Córdoba significa si viene a cobrar puede volverse por donde vino. No, somos lectores del Alberto en peregrinación. La mirada del gringo banca se ilumina y dice: matando enanos a garrotazos.
En algún lugar del archivo del Club Social de Camilo Aldao fundado en 1931 debe haber un acta labrada a pluma fuente y papel secante en la que se consigna la propuesta de incluir el sacrificio de personas de talla baja como actividad recreativa y casi pongo las llaves de la camioneta sobre el paño para certificarlo. Es fácil, cruce al cejo la plaza larga del otro lado de la ruta hasta la heladería y a partir de ahí cuente tres frentes hasta la casa de alto. Comienzo a agradecer y es ahí cuando el que está de espaldas a mí, un gringo de calibre más chico, dispara con voz finita: esa es la historia del Bubi. El círculo de la fortuna transmite una especie de electricidad en forma de sonrisas y zumbidos como si la timba se hubiera transformado en una sesión de Escuela Científica Basilio.
El doctor Guerber mira a un chimango en plena faena. La paloma está casi muerta o apenas viva y es demasiado grande para el aguilucho de peso medio. Parece que matando enanos a garrotazos es la historia del Bubi, digo, y los tatuajes en su cabeza cambian de color, de orden y hasta de significado. Sobre el cordón de la vereda de la casa natal de Alberto Jesús Laiseca hay un bolsón de arena de esos que se usan para enviar el maní que engorda a los yanquis o los pellets de soja que alimentan a los chanchos de la China. Arenas de los cimientos de la Gran Pirámide. Arena rubia y fina del Paraná. Apta para relojes que midan la eternidad de las siestas en los pueblos de la Zona Núcleo. El viejo timbea en el club, la vieja lava los platos, los chicos encarcelados en la penumbra calcárea con aroma a pino o lavanda hoy a merced de las pantallas y tal vez a salvo de algo peor: los libros.
Bubby, dijo Guerber; Bubi, dije. Bajo aquel sol tremendo, porque de alguna forma Busqued también estuvo en esas meadas entre girasoles y maizales. Bubby es el asesino serial de petisos. No, Bubi es un enano compadrón que va en bici a comprar merca a Corral de Bustos. Bubi, el enano patovica de Oasis, la disco abandonada, la banqueta todavía está en la entrada entre los yuyos. Bubi, el Benji del Faulkner de Camilo Aldao. Bubi, la incógnita a no develar ni a palos y la excusa para el delirio. Una de las primeras cosas que aprende un gringo del sudeste cordobés al soltar la teta y pararse en dos patas, es que acá nada molesta tanto como una pregunta. Aprende a preguntar poco y a no preguntarse jamás. Así deja que el vacío crezca sobre el llano y se llene de horrores que le trabajan el hueso a sol y a sombra.
Es tan grande el afuera que uno se va para adentro y descubre el verdadero significado de la palabra desierto. Alberto Jesús Laiseca, horrores de un niño solo. Guacho, mal querido y mejor leído, no tuvo más opción que transformarse en un monstruo, un gigante reseco y sombrío como los álamos muertos del salar entre Ordóñez y La Laguna. Como el viejo Soria que vivía bajo un tala, el ogro de mi niñez. Soria, el sobreviviente de las guerras contra el trigo: una trilladora se llevó su mano izquierda y tres dedos de la derecha entre pulgar y meñique. Alto, macizo y con bigotes amarillos de tabaco como Alberto Jesús. Me emboscó un día en el monte de algarrobos donde hacía mis chozas de gringuito con derecho a pileta y leche chocolatada y dibujitos en blanco y negro con una gallina muerta entre los muñones. Tu perro de mierda me la mató y ahora qué hacemos. Miré a mi salchicha con espanto y el bicho me pagó con ojos como tapados por monedas. Los monstruos son piadosos a su manera.
Mi perro no la quedó ese día como Santiago de Liniers el 26 de agosto de 1810 a las dos y media de la tarde en el Monte de los Papagayos, escala en el viaje a la cueva de Laiseca y el cartel de lata que señala donde nació Ezequiel Martínez Estrada. San José de la Esquina, Santa Fe. Un cartel frente a un paredón que esconde un quincho y una pileta pagados con porotos y mazorcas o vacas con o sin papeles. El litoral ya se adivina hacia el final de Córdoba en el Este: el terreno comienza a ondularse como una sábana que se arruga tupido hacia Entre Ríos y el Uruguay.
Los rayos del vitral de Nuestra Señora de la Merced de San José de la Esquina bañan un ventilador mientras converso con una nonna que pone margaritas al pie de la virgen. Luces violetas, rosadas y azules. Bobinado eléctrico símil aeroplano sobre estucado imitación mármol. Partículas de luz sobre las ilusiones de la tecnología y la eternidad en la atalaya a ras del suelo sobre la que se paró nuestro profeta Ezequiel para escupir a Goliat en plena jeta. El poder, el amor, la literatura, todo lo humano odia el vacío y la inmensa nada de la pampa no cabe en una sola radiografía.
Un hilo de asfalto entre Santiago de Liniers, conde de Buenos Aires; Alberto Jesús Laiseca, ¿el conde Bubi? y Ezequiel Martínez Estrada, quijotesco frente a la gran cabeza que todo lo traga. Una gringa en moto me hace señas: tenés quemada una luz de posición y si andás por Córdoba te va a agarrar la Caminera. Es cordobesa, todos somos cordobeses y estamos en Córdoba y no. Así funcionan las fronteras: nadie es de ninguna parte, casi nunca sabe uno dónde carajo está y ahí no hay luces que valgan.
Se extraña la equis en las patentes. Esa letra que decía y te decía. Ancla. Centro de gravedad. Horror vacui. Miedo y vacío: materias primas de la política, las letras, el amor, la vida misma. Entre Cruz Alta y Camilo Aldao no hay tendidos eléctricos que alambren el cielo. En el jardín de las banquinas dolarizadas las nubes se vienen encima y uno calla y teme. Se va para adentro y se trenza con el verdadero significado de la palabra desierto. El fantasma del niño Alberto Jesús Laiseca en la penumbra calcárea con aroma a pino o lavanda todavía recorta figuritas. Pega la cabezota de una en el cuerpito de otra.
Buscando a Bubby con un garrote
Por G. Guerber
En La Gran Llanura del Delirio la desmesura parece una marca del paisaje y sus habitantes. Aquellos genes, vascos y piamonteses, transportados a la región a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX –y su posterior mezcla aleatoria con variantes vernáculas–, dieron por resultado humanos inclinados a la exageración, el horror y cierto humor truculento. Así que si la voz A dice: “A la vera de un camino dos enanos castigaban una flor”, la voz B agrega: “Al costado de la ruta que une Los Surgentes con Corral de Bustos, un ejército de cientos de enanos (de coloridas vestimentas de jardín) machacaban a garrotazos todos los girasoles de un campo de 50 hectáreas”. Entonces la voz A refuta con jactancia: “Debería tratarse de los enanos más altos del mundo, porque las lluvias de este verano hicieron crecer fornidas plantas de girasol”. Voz B: “Fornidas eran las flores y fornidos los enanos”. Etcétera. Hubo un tiempo en que a las casonas centenarias con perro en el techo les correspondía unívocamente un enano en el jardín. Pero ya no hay perros en los techos en las siestas sofocantes de asfalto y ripio pueblerino.
Hay una plaza enorme, con muchos árboles, en medio del pueblo. La ruta se encarga de dividirla en dos: una parte enfrenta a la iglesia, la otra a la terminal de ómnibus. Es por el lado de la iglesia donde comenzamos a buscar registros (auditivos, visuales, táctiles) sobre el Monstruo. Ribba entra al Club Social a rastrear información. Mientras eso ocurre quedo en la plaza intentando filmar a un aguilucho de gran tamaño que acaba de cazar a una paloma de la Virgen. Después discutimos si es aguilucho, chimango o carancho. El hecho es que el pichón de paloma intentaba aletear mientras el ave rapaz le picoteaba con precisión la cabeza. Aquí hay que fundar un pueblo, es lo primero que viene a la mente. Pero ya existe y se llama Camilo Aldao, capital provisoria de Tecnocracia, hasta que la dictadura delirante de Garbanzo la declaró nación independiente y exigió su propia salida al mar (una línea de tierra de 20 metros de ancho y 1.500 kilómetros de largo). Y en ese largo enfrentamiento participó el Monstruo, el Escritor Gigante de Manos Enormes, el Viejo Loco, el Conde Lai. Y la batalla literaria fue ganada por los suyos.
El día previo al viaje contacté a Agustín Conde de Boeck, autor de varios trabajos académicos y un libro reciente sobre Laiseca, una biografía literaria publicada en España. Conde pasa datos de importancia: nombre y contacto de la bibliotecaria del pueblo, a quien conoce. Comenta algunos puntos para la excursión: “La curiosidad de los monumentos: hay una pirámide que anticipa las veleidades egipcias de Lai”. Ribba escribe a la bibliotecaria, que no responde. Vamos entonces propia cuenta, a Ribba le informaron en el Club Social cuál era la casa del Doctor Laiseca, médico y padre del escritor. Encontramos la puerta de hierro y vidrio, con ornamentos rectos y curvos coronando la parte superior. Puerta que tantas veces atravesó el niño Lai, el joven Láisek, en busca del delirio creativo, del horror truculento y risible. Esa variante del miedo que lleva en una línea imaginaria hacia Hitchcock presenta, Narciso Ibáñez Menta y su Viaje a lo inesperado, las Historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador, el brillo teatral de Vincent Price... En la caminata descubrimos el obelisco de madera con forma egipcia –a la manera de los que abundan en Roma: cuatro lados coronados por una pirámide– con la inscripción, apenas legible: “Fiat pax in terris” y sus variantes en español, italiano y mapuche.
El paisaje de la truculencia nos rodea: en la Gran Llanura las soluciones ocurren con ahorcados por alambres de púas, en los molinos, en las ramas de los montes; los opositores a la Revolución de Mayo son arcabuceados, atados a los troncos de un chañar; los insurgentes son trasladados en camiones policiales desde Santa Fe y Córdoba, asesinados por los militares de los 70 y abandonados en el descampado. Dos masacres separadas por 160 años. La casa de Martínez Estrada ya no existe. Hay un muro que separa de los árboles a los que se trepó el Profeta de La Llanura para ver la Nada desde lejos. Recién entonces, avanzada la tarde, Ribba cuenta el diálogo que tuvo con los del Club Social. “Matando enanos a garrotazos”, dijo uno. “Esa es la historia del Bubby”, agregó otro. Ribba y yo, ya convertidos en Moyaresmio Iseka y en Crk Iseka, entablamos el último diálogo del viaje:
Crk: ¿Y quién será el Bubby?
Moyaresmio: No es Bubby. Es Bubi. Seguramente era un enano de Camilo Aldao muy hijo de puta. Traficante de cocaína de Santa Fe a Córdoba. Corte de cabello a la cubana. Musculatura prominente. Azote del pueblo. Bubi, pequeño hombre del garrote que odia las flores.
C: Creo, en cambio, que Bubby es un justiciero anónimo que rompía todos los enanos de jardín a palazos.
M: Te dije que es Bubi y no Bubby.
Pero así como los gringos leen el diario de atrás para adelante, uno lee Matando enanos a garrotazos y sabe que no hay enanos en los cuentos. Solo en el epígrafe y en el texto final donde se discute el título del libro.
Largo silencio hasta que, iluminado, Ribba gira su cara con ojos saliendo de sus órbitas, y dice: “¿No será que Bubi/ubby era el apodo pueblerino del propio Alberto Jesús Laiseca?”.