CULTURA

Una lectura inesperada

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El otro día iba caminando por Scalabrini Ortiz rumbo a la tabaquería, cuando me encontré con el editor de una de esas editoriales autodenominadas independientes, un engreído, insoportable y ridículo –un señor que peina canas vestido de pendeviejo, con remeras de Bruce Lee– que para colmo es también escritor, o mejor dicho escribe (no estoy seguro que escribir vuelva a alguien escritor), que lo que primero que me contó es que lo iban a traducir a no sé qué idioma (después averigüé que era en una edición de autor). No bien hizo una pausa, para molestarlo, le pregunté cuál era el libro de ficción de la editorial en la que trabaja que menos había vendido. Respondió El hijo del cielo, de Victor Segalen. Curiosa coincidencia, yo justo acababa de terminar La potencia del pensamiento, de Giorgio Agamben, en el que hay un ensayo sobre Segalen (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007, traducción de Flavia Costa y Edgardo Castro. Hay una segunda edición de 2018 en la que se reproducen las notas bibliográficas de la primera, es decir, se menciona la edición española de 1983 de El hijo del cielo, hasta ese momento la única en castellano. Pero entre la primera y la segunda edición del libro de Agamben, apareció la editada por ese sujeto en Buenos Aires –en 2012– en una bella traducción de Ariel Dilon. Tal vez se la pueda agregar en una tercera edición).

No pensaba a Segalen en el universo de Agamben, en especial porque Segalen no se toca con casi ninguno de los autores franceses que Agamben frecuenta, como Foucault, y en menor medida Deleuze, Derrida o Jean-Luc Nancy. No es el exotismo un asunto que aparezca en la obra de Agamben , como sí en la de Aira, por dar un ejemplo vernáculo, que en un viejo y extraordinario ensayo sobre el tema contrapone a Pierre Loti (a favor) con Segalen (en contra).

A mí sí me gusta mucho Segalen y creo que El hijo del cielo es un libro maravilloso (evaluación que comparto con Jean Echenoz, que a la inversa de Aira prefiere a Segalen). Especie de Hamlet chino, El hijo del cielo es la novela del príncipe Guanxu, entre las murallas y los espectros de la Ciudad Prohibida, en busca siempre de saber qué hay más allá, de “inspeccionar lo invisible y oír lo inaudito”. Agamben lee la novela bajo el designio de la búsqueda de la inmortalidad, y se detiene en la escena en la que el emperador hace llamar a los músicos para que toquen el himno destinado a invocar a los antepasados, antes de que la escena se repita al día siguiente, momento en que el emperador “pareció querer morir allí, en aquel lugar”. Escribe Agamben: “En esta asfixia en la que se dan recíprocamente el presente y el pasado, la huella y el origen, la parole y la langue, la vida y la muerte, aquí se nos permite divisar uno de los espejos más penetrantes en los que la literatura occidental –esta práctica que desde siempre se mueve en busca del propio origen– ha fijado de una vez por todas su propia imagen”. ¿En dónde se esconde el momento francés de Agamben? ¿En la elección de Segalen? ¿En la cita a la parole y la langue? No (mejor dicho, no solo ahí). Más bien en la idea –bien blanchotiana– de que la literatura occidental se mueve siempre “en busca de su propio origen”. En todo caso, como decía Karl Kraus –autor que Agamben conoce bien a través de Benjamin–, “la meta es el origen”.

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