CULTURA

Una literatura familiar

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Durante varios años fantaseé con la posibilidad de escribir un puñado de ensayos sobre la literatura que aborda la muerte del padre. La enorme cantidad de libros al respecto, en todas las lenguas del mundo, han terminado por erigir el tópico a la categoría de un género. Con el tiempo me fui dando cuenta, sin embargo, de que el abordaje crítico no era lo que estaba buscando para plasmar mi relación personal con el tema, y recién entonces me animé a considerar por primera vez la posibilidad de escribir algo más cercano a la novela. El tema lo tenía; me faltaba la estructura. Después de dos o tres intentos fallidos, cuando empezaba a pensar que quizás el tema se me resistiría para siempre, encontré en el diario donde trabajo un librito recién salido de imprenta, que me llamó la atención por su título y por su brevedad. Me lo llevé y lo leí esa misma noche, de un tirón, en un largo viaje en colectivo, atravesando el centro de la ciudad con esa hermosa decadencia que tienen las grandes zonas de oficinas en las noches húmedas de enero. El libro era Algunas madres también se mueren, de Inés Ulanovsky, y esa estructura de capítulos cortos y contenidos, de perímetros perfectamente manipulables, se me reveló como un mapa textual sobre el que podía volcar mi propia historia con mi padre. Esa noche empecé a escribir Mi libro enterrado.
Cuando todo esto aconteció, ya habían pasado cuatro años desde la muerte de mi viejo. Sabemos que la historia contra fáctica es estéril, pero creo que no podría haber narrado mi relación con él si no hubiera mediado ese tiempo fundamental en el que el duelo suturó, las emociones se estabilizaron y los días de su agonía y su muerte se empezaron a conjugar en un suave tiempo pasado. Además, esos cuatro años fueron quizás para mí una preparación para algo que me aterraba y que no sé si algún día podré resolver del todo, que es la búsqueda de una voz personal en el interior de una familia literaria. Alejandro Zambra dice que los que nacieron en casas sin libros idealizan a las familias literarias. A mí me ha pasado algunas veces lo contrario. Asumir que uno no pudo vulnerar y transgredir ese cerco que es la profesión de sus padres es complejo para cualquiera. Creo que cuando uno lo asume plenamente, con las cuotas de gratificación y de fracaso que supone esa continuidad, empieza a encontrar su propio tono en esa cadena. Mi libro enterrado creo que es también, fatalmente, el testimonio de ese proceso personal.

Hoy, con el libro en la calle, me pregunto qué pensaría mi padre de este relato. La pregunta es de algún modo imposible, porque es un libro que no podría existir sin su muerte. Pero me gusta pensar que hubo algo en nuestra relación, una imperceptible, pero contundente transfusión textual, que destrabó la posibilidad de que este libro se escribiera. Y como no es un libro únicamente sobre su muerte, sino la historia en miniatura de los 23 años de nuestro vínculo, quizás la interpretación más luminosa diría que no es un libro mío ni suyo, sino el efecto de una literatura familiar.