CULTURA

Una liviandad secreta

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A mediados de los 90 solía colaborar en la revista de crítica cultural Confines. La revista recién acababa de aparecer, y yo participé en apenas dos o tres números, en general haciéndome cargo de seleccionar artículos sobre temas literarios o estéticos. En el número 3, de septiembre de 1996, armé un dossier con textos inéditos de y sobre Beckett. Le pedí a la poeta Florencia Podestá que tradujera cuatro obras Beckett escritas para la televisión, y yo mismo traduje un largo extracto de El agotado, un ensayo de Gilles Deleuze, donde es cuestión de Beckett y de esas mismas obras.

La pieza más importante se llama Quad. Es una obra para cuatro intérpretes, luces y percusión, en la que básicamente se le da una serie de instrucciones a los actores (que jamás hablan) sobre cómo caminar, de qué punto a qué punto del escenario desplazarse, con qué ritmo. Son muy pocas las acotaciones que aporta Beckett, y una de ellas es: “Vestuario: túnicas que llegan hasta el suelo, con capuchas ocultando su rostro”. El texto de Deleuze es profundo, sombrío, por momentos casi ontológico (algo raro en él), Comienza diciendo: “el agotamiento es mucho más que el cansancio”, y luego avanza sobre la dimensión radical del agotamiento (“que acaba con lo posible”), frente al mero cansancio, que se detiene antes: “el cansado no puede llevar a cabo nada más, pero el agotado no puede ya posibilitar”. Partiendo de esa premisa, y ya entrado en el análisis puntual de Quad, Deleuze concluye: “El texto de Beckett es claro: se trata de agotar el espacio”.

Influenciado por la interpretación deleuziana, recuerdo que le sugerí a Podestá que la traducción sea lo más circunspecta posible, e intenté que mi traducción del ensayo de Deleuze también apuntara en esa dirección, que incluye también un cierto tono trágico (al punto que el fragmento seleccionado termina con la frase: “Nos encierra y nos asfixia”).

Pero ocurre que la semana pasada tuve la suerte de ver una gran exposición sobre Beckett, en el Centro Pompidou, en París. Organizada en conjunto con el Instituto Memorias de la Edición Contemporánea (IMEC), la muestra es una pequeña maravilla. Debo confesar que en general sospecho (por no decir me burlo) de las exposiciones sobre escritores: todo ese fetichismo de los manuscritos, las fotos con cara de intrigante, los catálogos laudatorios, los homenajes póstumos. Pero la exposición sobre Beckett es completamente diferente. Ya desde la foto promocional es otra cosa: una foto color. No esas típicas fotos de Beckett en blanco y negro; ese blanco y negro que pretende acentuar las marcas de su rostro, el rostro que cobija todo el dolor del mundo. No: en la foto de la muestra se ve a un irlandés, con un traje azul oscuro, un bonito reloj, un peinado más bien de loco, una mano (la derecha) que cuelga de una mesa y da un efecto extremadamente anormal.

Y luego la muestra, propiamente dicha: los manuscritos, obvio, pero dispuestos en un juego de escondites y claroscuros lúdicos e inteligentes, más una serie de proyecciones y homenajes heterodoxos.

Y en el medio de una sala, proyectada en el piso, en un tamaño casi natural: Quad, que yo nunca había visto. Me siento a mirar la obra, y de golpe me doy cuanta de que.... que.... entonces no es.... pero qué entendió Deleuze... no era... al revés, es una... ¡Comedia! Ni una pizca de la tragedia ontológica que describe Deleuze. Al contrario: vestidos con sus túnicas hasta el piso, los actores parecen el Tío Cosa de Los Locos Adams, corriendo de un lado al otro, chocándose entre ellos, cayendo al piso y rondado, haciendo reír al espectador, casi como una comedia de enredos del cine mudo (así se entiende el amor de Beckett por Buster Keaton).

Once años después comprendí que Podestá y yo tradujimos mal esos textos. No deberíamos haber hecho una traducción grave, al contrario, teníamos que haberle devuelto al texto su liviandad secreta. Pero ya es tarde. O quizás no. Tal vez todavía estemos a tiempo. Al fin y al cabo, como se sabe, la literatura de Beckett pertenece al mundo de la espera.