Daremos por cierto el mito fundante de la novela más radical de Sara Gallardo, cuya simiente estaría en ese encuentro amoroso e intelectual con Héctor A. Murena. Quien fue su último compañero la habría conminado a abandonar las mieles de su clase (las puntillas y los encajes que le venían del siglo XIX y del arcón del abuelo Angel, diríamos) para dar rienda suelta a temas y paisajes alejados de la comodidad porteña o pampeana, y para ello, el zarpazo en el oído: la invención de una lengua que diga la inflexión de los pueblos originarios y los rumores de la selva chaco-salteña a orillas del Bermejo. En ese contexto, algo desmarcado de las producciones anteriores de Gallardo, aparece en 1971 una de las mejores novelas argentinas: Eisejuaz, que hoy reedita El Cuenco de Plata.
La llegada a esta novela no fue fruto de la mera intuición y la suerte, o del lugar social que le tocó transitar a la escritora. Antes, unos años antes, había dado a la edición Enero, Pantalones azules y una voluminosa novela que aún sigue generando atención, Los galgos, los galgos. Esta última era una apuesta fuerte, donde cuenta las tribulaciones de un joven heredero de tierras en la patria agroganadera que abandona todo, en la abulia de sus días, para caminar por París su mismo desencanto. Ni para su protagonista ni para la misma autora el lugar en el mundo está en esos territorios heredados: parece que en las aventuras por los Valles Calchaquíes –de las que también dará cuenta en sus colaboraciones en Confirmado– encuentra Sara Gallardo una voz que viene de la ficción más pura, de la infinita posibilidad de una pluma diestra pero sujeta.
Sara Gallardo arma el gólem de un mataco perdido en su memoria y en su misticismo, en su delirio. Eisejuaz, en el orden secular y primitivo de la confesión, se nos presenta en la huida: “Soldado fui en Tartagal. Volví y el reverendo me ha puesto de capataz en la misión. Un sueño me vino en ese entonces. Por cuatro años, el sueño aquél. Cada tres noches, por cuatro años. Hasta cansar el sueño aquél. Siempre corriendo Eisejuaz, Este También, buscando. Viajando. Viniendo en bicicleta de Tartagal. Subiendo al ómnibus, al tren. Buscando, Este También, por sitios nuevos, por calles, por un pueblo. Buscando en el monte, al otro lado de un río. Corriendo, buscando a su mujer, Este También, cuatro años, cada semana, tres veces”.
Leída en el contexto de su universo particular, Eisejuaz es una de las mejores novelas que se publicaron en la Argentina, y comparte podio con Zama, de Di Benedetto; Nadie nada nunca, de Juan José Saer, y Siberia blues, de Néstor Sánchez. A este catálogo diverso agregaré unas gemas olvidadas: Río de las congojas, de Libertad Demitrópulos; Aire tan dulce, de Elvira Orpheé; Trenzas, de Susana Szwarc. Y si nos arrojáramos sobre el presente, tiene su deuda La hija de la cabra, de la mendocina Mercedes Araujo. El listado de nombres bien puede armar un canon, pero no es la idea de la enumeración. En la lectura y la relectura en presente, todas esas obras tensan la posibilidad de la verosimilitud –hablando, claro, de una ficción realista– y obsequian un lenguaje que ensancha esos otros límites imprecisos de la narrativa y la poesía, tejiendo tramas líricas, no en el descubrimiento o la fundación de un paisaje sino en las voces de los personajes.
Es ahí donde se instalan la pregunta y un pacto de lectura: ¿puede que no exista la prosa poética? Si aparece una gramática que tensa los límites de la narrativa y pone en jaque la posibilidad de contar una historia –esa tarea flaca del lector que cuenta un argumento–, es probable que rompa con ese límite un paso más allá que se viraliza en la literatura que aspira a ser leída sin arriesgar demasiado. ¿Habrá cambiado tanto el lectorado? Narrativas del post boom, post Puig, post aireanas. Tenso arco que vibra en el presente, Eisejuaz sigue siendo incómoda en 2013. Además, se corre del margen geográfico suburbano, se va a la frontera, da voz a los desterrados.
Leamos un párrafo donde la enumeración se adentra en los vaivenes de su propia y singular musicalidad: “Y ese bueno para pilote cuadrado, para tirantes, lapacho. Y ese fragancioso roble, fraganciosa quina, fragancioso cedro. Ese urundel y ese quebracho que arden, esa mora que no arde (…) Y ese palosanto verde con perfume, duro como piedra, amigo del fuego, que arde mojado. Curen, vengan, sanen, alimenten, sostengan el corazón de Eisejuaz. Palos, ángeles de los palos, cada uno con su sabor en la boca del leñador, cada uno con una palabra del Señor”.
El atinado prólogo de Martín Kohan a la presente edición concluye: “Surgida de una lengua que se pega, brilla en el extremo insondable de una lengua pegada: va de esa lengua inusitada que se adquiere en la extrañeza al límite de lo que se calla porque no hay más verdad que el silencio”.
Hay encuentro con la gran literatura. Es tiempo de releer a Sara Gallardo.