Aunque ser es ser percibido, ser percibido en demasía nos borra: nos condena a una transparencia que se parece más a la disolución del ser que a la plena existencia. La pregunta estratégica sobre la percepción no sería, por lo tanto: “¿Si no quedara en el universo un ser capaz de percibir, aún podríamos decir que hay universo?” sino, por el contrario: “¿Ser demasiado percibido no arrastra al ser a la disolución, a la invisibilidad, a la no-percepción?”. Es lo que sucede con gran parte de los mitos: el que estén siempre a la vista los transforma primero en íconos (se señalan a sí mismos, como la foto del Che impresa en una remera), luego pasan a decir otra cosa (como la foto del Che impresa en una remera) y, al final, no dicen nada, se volvieron un dibujo abstracto (como la foto del Che impresa en una remera). Algo parecido (pero no lo mismo) sucede con Evita y la arquitectura peronista, tal como se puede ver en las fotos que está mostrando Claudio Larrea.
Al morir, el 26 de julio de 1952 a las 20.25, Evita se transformó en un mito. Tenía todo para serlo: “Abanderada de los humildes”, joven, linda, nacida muy pobre en un pequeño pueblo de provincia, llegó a tenerlo todo en la capital de la Nación y murió en plena apoteosis, a los 33 años. Tuvo más aún, porque si apenas muerta había un gobierno que hizo lo imposible para mantener su imagen presente, apenas tres años más tarde surgieron varios gobiernos que hicieron lo imposible para borrar esa imagen. Esa guerra iconográfica logró imponer la imagen de Evita como la estampa argentina. Más icónica que Gardel, el Obelisco y hasta la comida criolla, Evita fue todo para todos, como el Espíritu, que sopla donde quiere.
Las fotos de Larrea sobre Evita en distintos puntos de Buenos Aires ponen en escena la diseminación delirante del mito a punto de desvanecerse: Evita, ahora, es todo (pero literalmente: todo). Está en todas partes. Se asocia a todo. Se mezcla con todo. Es como un ingrediente esencial (y cada vez menos visible) de la mezcla nacional. Si es argentino, tendrá su cuota de Evita. El accidente de tránsito, la propaganda política, el absurdo urbano, la memoria olvidada: todo, pero todo, se asocia a Evita. Borges hoy podría decir de ella que la considera “tan eterna como el agua y el aire”.
Las dos muestras de Larrea que se están desarrollando en forma conjunta (la de Evita y la de la arquitectura peronista, que –a su vez– tiene dos partes, una proyectada y otra exhibida sobre las paredes de la segunda sala), muestran la marca indeleble en el imaginario urbano que ha producido el primer peronismo.
Como se puede observar en estas fotos, hay una fuerte impronta modernista en casi toda la arquitectura del primer peronismo, que desmiente el mito de que lo construido durante esa época se inspiró en el gigantismo escenográfico, propio tanto del fascismo como del nazismo. Muchos de los mejores edificios porteños comenzaron a construirse durante los años en que Perón gobernaba, aunque algunos fueron terminados cuando su gobierno ya había sido derrocado. Por ejemplo, el Teatro Municipal General San Martín, esa obra maestra del racionalismo, que proyectó Mario Roberto Alvarez. Se comenzó a construir en 1954, pero recién se inauguró dos gobiernos más tarde, en 1960.
Los que estas dos muestras ponen en evidencia es que nuestra percepción ha sido trastocada, quizá de manera irreparable, por las imágenes peronistas. Ser porteño (quizá, argentino) es percibir, sin darse cuenta, el peronismo en cada rincón de la ciudad (del país). Larrea nos permite ver aquello que estaba delante nuestro y ya no podíamos percibir. Lo peronista brilla tanto que nos encegueció