La historia ama las paradojas”, leo en Bertolt Brecht para dar las clases de Literatura del Siglo XX a distancia, en esta forma particular de enseñanza aprendizaje que adoptamos/adaptamos para la cuarentena infinita. Y si las encarnan artistas, escritores exiliados, mucho mejor, podríamos seguir diciendo por la boca de Brecht que hizo de ellas y del exilio una obra monumental: el gran semblante del siglo pasado.
Pero la contradicción de Brecht viene a cuento de Félix González-Torres, el artista nacido en Cuba y nacionalizado norteamericano que vivió desde 1957 hasta 1996 y que murió de sida en Miami. La encuentro en el texto que escribió Alan Pauls para el catálogo de la muestra que se hizo en el Malba en 2008: “Cubano en Nueva York, marxista y gay, latinoamericano y conceptual-minimalista, González Torres tenía una capacidad singular: esa aguzada potencia visual que Brecht reconocía en los exiliados, que, forzados a la extraterritorialidad, siempre tienen buen ojo para las contradicciones. La contradicción, viejo reproche de la policía ideológica, es para González-Torres una fuerza, no un déficit”. Celebro la serendipia, esa casualidad guiada por la búsqueda alternativa, la fortuna del hallazgo, con la indicación del que lo escribió primero y mejor.
Si en esa exhibición de González-Torres el museo (un poco la calle también con los anuncios en carteles pero sobre todo el espacio cerrado) sirvió para acomodar la potencia de lo íntimo, el amor y lo dulce de la pila de chupetines y, sobre todo, desplegar la colisión entre las consignas impresas en papeles, Somewhere better than this place (Algún lugar mejor que este) contra Nowhere better than this place (Ningún lugar mejor que este), en la instalación Fortune Cookie, de nuevo curada por Sonia Becce como en el Malba en 2008, había que pensar de nuevo en el entredós, en la delgada línea que separa esas dos demandas, el “mejor lugar”.
La convocatoria para montar una obra del artista cubano fue lanzada desde la fundación González-Torres y la galería Andrea Rosen a diferentes curadores y personalidades del arte en distintas partes del mundo. Entre 250 y mil galletitas que algunos pusieron en sus departamentos de Manhattan o en un aeropuerto o en un supermercado chino para que la gente se sirva; obligados por la pandemia a buscarle “alojamiento” fuera de museos y galerías cerrados.
La pila de galletitas de Buenos Aires, que es la obra en el marco del proyecto transnacional, está emplazada en la entrada de Nuestro Hogar, un comedor comunitario de La Boca. Se activó con su instalación el 25 de mayo y se recargará el domingo 14 de junio. No hay que buscar amparo ni “adentro” que valga. Sobre una mesa, exponiendo su aspecto precario y un poco “desprolija”, está la pieza en ese espacio que eligió Becce –con Gabriel Chaile como facilitador por sus anteriores trabajos en este comedor– para “en vez de sacarme el problema del encima, multiplicarlo”.
En la puerta de este comedor popular, las galletitas de la fortuna absorben el contexto de manera explosiva: basta poner fortuna cerca de estas condiciones materiales de existencia para que hagan sus primeras detonaciones. Allí queda, “desobrada”, sin firma de autor y sin indicaciones de lectura, excepto la que traen en el interior de su masa dura: un número para jugarle a la quiniela, la recomendación de confiar en uno mismo, sonreír aun en los tiempos más difíciles, saber que alguien piensa en ti. Se enfrenta con ironía y dulzura, con exceso y carencia al albur al que fue arrojada. Sin embargo, como quien doma a un potro salvaje, la sensatez de las palabras de su curadora saltan al ruedo: “No es una epopeya; apenas un gesto”.
En todo caso, lo fortuito del objeto encontrado (regalado), de algo apenas dulce, para mitigar el sinsabor de tener que ir por un plato de comida (sabrosa y caliente). El arte contemporáneo a la intemperie, en su sentido literal: afuera, en la metáfora de ponerse al servicio de otros, despojado de su lujo, glamour y fiesta frívola.
Al sereno del mercado, las instituciones del arte, el coleccionismo, la clase social y las interpretaciones, las galletas de la fortuna quedan libradas a su suerte. La de ser completamente incomprendidas en su valor estético y de obra (nadie sabe bien qué es: nadie pregunta); la de ser efímeras e inestables (se terminaron en apenas una hora, se volaban con el viento); la de ser pop y popular, al mismo tiempo. Una política de refinadísima sutileza, al tiempo que es una poética de alto voltaje.