La exhibición lleva su nombre. Norberto Gómez, una firma de artista, que se puede pensar en varios sentidos: desde la trayectoria hasta el motivo que podría identificarlo con algo que llamamos “estilo”. Sin embargo, en la sala de exposiciones temporarias del Museo de Bellas Artes ocurre lo que en las artes visuales, y de las otras, se desea: la sorpresa. Como ese suspense, tan apreciado en la literatura, que mantiene en vilo y luego maravilla y produce asombro. No tanto por una batería de fuegos artificiales ni por que el autor nos haga pisar el palito porque sabe más y nos hace trampa. Es esa admiración de la buena factura, del fraseo perfecto, de la vuelta de tuerca que nos deja pasmados, perplejos y satisfechos.
Gómez practicó el arte efímero, muy a su pesar. Muchas obras de los años 60 se destruyeron menos por la intencionalidad de una prédica sobre las condiciones de producción, sobre la relación del arte con el mercado y demás argumentaciones, que porque estaban hechas con materiales de descarte, restos de cartón que habían quedado de sus trabajos publicitarios. Eran efímeras porque lo eran, “pero sin planteos”. Este recuerdo viene a cuento de una conversación que mantiene con Andrés Duprat y que se reproduce en el catálogo que acompaña su muestra. Además, se hace presente porque en esa exhibición están las reconstrucciones de esas piezas, que ya no son tan vulnerables al paso del tiempo y las inclemencias. Ahora son de madera y tienen varias capas de pintura.
Las obras que se mencionan están en blanco y negro y tienen como característica sobresaliente una gradación, un in crescendo en el tamaño de las formas que componen cada pieza. Una constante que Gómez ejercita y que remeda tanto a la geometría como al sonido. No sólo en el vago recuerdo de las teclas del piano, en la alternancia de los dos extremos del arco cromático, los dos no colores, sino en esas leves variaciones sobre una misma línea armónica. Como si estuviera “tocando” el instrumento de la escultura para sacarle, además de una composición en espacio, una realización musical.
Pero no están solas en la disposición tan acertada del espacio que se logró en el montaje. La arquitectura despojada y clara es ideal para que la ceremonia tome lugar. A las antiguas, remozadas y rehechas se les unen piezas nuevas. Monocromas. Ha elegido el blanco para destacar cierto sentido religioso en algunas, y cierto deleite en la figura y el diseño en otras. Nada de lo obvio ocurre, y de ahí el hallazgo. Ni las obras anteriores “dialogan” fervorosamente con las más recientes ni lo sagrado toma cuerpo en figuraciones evidentes ni en cultos determinados. Hay rastros, hay citas, hay imágenes que perviven en esos relicarios truncos, en cruces, en monolitos decorados con filigranas, en grafismos volumétricos, en objetos de veneración de culturas milenarias. Todo se dispone para celebrar una luminosidad que espeluzna. Porque el resplandor, lejos de generar tranquilidad, inquieta.
La escisión del espacio no es radical ni muy demarcada. Se pasa de un lado a otro siguiendo una continuidad. Un deslizamiento que promueve ir desde un ayer de la obra de Gómez, ese pasado que como el mismo artista comenta es lo que ya se conoce, hasta un presente que no se sabe bien qué es. Un movimiento que elude la retrospectiva. “Me cansan”, explica Gómez, “sirven para percibir la sinuosidad del camino que recorriste y te llevan a momentos personales de cuando gestaste esas obras, pero llega un momento en que se te acaba esa trayectoria”.
Norberto Gómez Esculturas
Hasta el 23 de diciembre
Museo Nacional de Bellas Artes
Avenida del Libertador 1473