Antes de fin de año íbamos en auto por un camino de tierra. Los campos entrerrianos limpios y sembrados o sosteniendo sobre el lomo los armatostes gigantes de los gallineros, los techos de cinc espejeando contra el sol del mediodía. En un recodo el camino cambió, de repente la uniformidad del paisaje cambió, un poco de monte se volcó sobre las huellas de tierra endurecida. Dos días seguidos pasamos por allí. El primer día junto con los espinillos irrumpió la música salida de la radio. Una canción que pareció venir del fondo de mi memoria: el rasguido de la guitarra y el silbido antes de dejar pasar la voz, el acento arrastrado, las eses aspiradas. Era Cafrune. Era No soy de aquí ni soy de allá. Era el tocadiscos de la casa de la infancia, la cara barbuda del hombre en la caja del disco y mi madre contando que lo habían matado los milicos mientras recorría el país a caballo. El segundo día, justo allí, en el mismo sitio de donde salió la canción, salió una liebre. Corría delante del auto. Aminoramos la marcha. La liebre se frenó unos metros más adelante, se dio vuelta y empezó a correr hacia nosotros, a toda velocidad, y cuando parecía que iba a atravesarnos en su carrera, dio un giro y se metió en el campo. Fueron los dos instantes mágicos de 2020, justito antes de terminarse.
Ahora estoy de nuevo en Abasto. Creo que es el primer verano de cinco o seis en el que realmente no tengo nada que hacer: no tengo el peso de un libro que deba terminar. Por primera vez en cinco o seis años no tengo que escribir un libro. Ahora puedo leerlos. Leer los libros que otros escribieron el verano que les tocó a ellos. Como siempre, tengo varios empezados. No puedo leer un solo libro por vez. Releo Eisejuaz, mientras empiezo la novela de Marina Closs. Me acuerdo de los cuentos de Marina Closs donde había algo, la sonoridad, seguro, que me hacía acordar a Sara Gallardo. Y encuentro Cola de lagartija, de Luisa Valenzuela. Como si faltara sonido, Valenzuela trae los esteros con sus pájaros, sus animales y sus alimañas… me acuerdo que hace unos años la conocí en un hotel de Guayaquil. Un día me invitó a tomar un trago en el bar y charlamos un montón. O mejor dicho, charlaba Luisa, yo la escuchaba intimidada y embobada. Otro día fuimos a almorzar pescado. Hablamos de médiums, videntes y curanderas. Me contó de la mujer que atendía a López Rega, una curandera muy famosa de Corrientes. Tal vez yo le hablé de la Señora, no recuerdo. Hace unos años escribí sobre Marina, una curandera de Empedrado, en este mismo diario. Alguien que leyó la columna, desde España, me escribió para pedirme su teléfono porque una persona querida estaba muy enferma. Cada tanto me acuerdo y me pregunto si la habrá llamado, si Marina habrá sido de ayuda. Si seguiría teniendo el mismo número; si yo lo habría anotado bien.
Están haciendo unos días preciosos de sol y calor. Todavía, por suerte, queda mucho verano por delante. ¿Por qué me gusta tanto el verano? Porque hay mucha luz, los días son muy largos y todo parece siempre festivo. Algunas tardes miro el cielo y es tan perfecto que parece una postal. El silencio dorado de los días de semana cuando los vecinos trabajan y no cortan el pasto. A lo sumo, el viento trae las risas de alguna pileta llena de amigos o el ladrido de un perro. Siempre son nuestros perros los que ladran así que, mejor dicho, el viento llevará sus toreos a otros jardines donde alguien sin nada que hacer, como yo, los escuchará y pensará: todavía queda verano.