En el conocido texto De la superioridad de la literatura anglosajona, Gilles Deleuze y Claire Parnet describen la literatura francesa y su incapacidad de huida. También un poco se quejan. No saben hacerlo, escriben los autores, porque piensan que sinónimo es escaparse del mundo, por la vía que sea, la mística o el arte, o eludir los compromisos, las responsabilidades, como una especie de cobardía. A este estado de cosas oponen la “superioridad” de la literatura anglosajona en la posibilidad de rebasar la línea del horizonte, “de presentar esas rupturas, esos personajes que crean su línea de fuga, que crean gracias a la línea de fuga”. Huir no es lo mismo que viajar, que en el caso de los franceses, nuevamente, serían los viajes “demasiado históricos y culturales”, donde lo único que se realiza es transportar el yo. En definitiva, se lo toman demasiado literal, demasiado en serio. Asimismo, el viaje supone un regreso, un encuentro, una manera, ahora sí, de “reterritorialización”. Por eso en Viajes, desplazamientos y paisajes, la muestra de fotografías de Carlos Ginzburg, Leandro Katz, Leopoldo Maler y Norberto Puzzolo, hay una tentación de pensar en “viajes a la francesa”. Aunque el soporte sean fotos, que obligarían a ajustar la teoría a una práctica que difiere bastante de la escritura, por lo menos en lo referente a la finalidad que plantean los mismos autores mencionados: “Perder el rostro, franquear o perforar la pared, limarla con mucha paciencia, ésa es la única finalidad de escribir”. Aunque no sean franceses y esto sea lo de menos.
Pero esa incitación inicial se ve disipada, aun en el caso más extremo, que es el de Ginzburg, que puso literalmente el cuerpo en la serie de imágenes que tomó como “artista viajero” para la serie Voyage de Ginzburg, realizada entre 1972 y 1982. Aquí, la escenificación de ese yo que se traslada obtura la real implicancia de ese sentido. Los lugares exóticos y lejanos de fondo, el sujeto en un primer lugar con la pose del turista que por esa época tenía mucho de aventurero y de conquistador.
En las fotos de Puzzolo está la historia argentina, y Ezeiza es el acontecimiento. Allí se cruzan el riesgo, los extravíos y esa intensidad de lo colectivo, cuando el picnic devino en masacre. Un hombre tira de otro para que suba una cerca mucho más allá de sus posibilidades. Esa imagen es sinécdoque de un evento que desarticuló posiciones fijas y que, vuelto arte, como en estas imágenes, puede ser pensado como una performance macabra.
En ese mismo sentido, en 1972 Maler presentó Crane Ballet, una danza entre el hombre y la máquina, en el Camden Festival of Music. Los hombres colgados de las grúas que registraron las fotos de Maler en Londres tienen algo de desubicación.
Cuerpos anómalos cuya función está siempre en la frontera; son un límite transgredido y el devenir maquínico que arrastra al artista en su propio viaje.
En el extremo opuesto, las imágenes de Katz son pura deriva. Hasta podrían ser viajes inmóviles. De ésos que no necesitan movimiento y pueden hacerse sobre un terreno. Aunque el artista comenzó con una búsqueda histórica y arqueológica por Argentina y luego América Latina hasta Asia Central, las conexiones que estableció entre culturas lo devolvieron a las recomendaciones de la literatura que Deleuze prefiere para huir: líneas de fuga como un delirio, como algo demoníaco. Y lo que Fitzgerald encarna desde siempre: “Un oscuro proceso de demolición que arrastra consigo al escritor”.
Viajes, desplazamientos y paisajes
Ginzburg, Katz, Maler y Puzzolo
Galería Henrique Faria Buenos Aires, Libertad 1628
Lunes a viernes de 11.30 a 20