CULTURA

Vivir para la muerte

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Leemos cualquier escrito póstumo de otra manera. Digo “escrito póstumo” en el sentido de aquellos textos que el autor no tenía pensado publicar, o no tenía pensado publicar de la manera en que los conocemos. Distinto es el caso de aquellos textos que se publican después de la muerte del autor pero que éste ya había concluido y deseaba publicar. Un ejemplo perfecto es El traductor, de Salvador Benesdra. Un ejemplo paradojal es el de Kafka: difícil creer la escena histérica que cuenta Brod, aunque, es cierto, las grandes novelas (principalmente El castillo) lucen como no terminadas.
Osvaldo Lamborghini en algún momento lo entendió para siempre. Después de batallar durante mucho tiempo por ser publicado, y consciente de que no podía ser publicado por el carácter fragmentario e inacabado, por el aspecto de meras “anotaciones” de todo lo que escribió después de El fiord, se convenció de que no valía la pena forzarse a terminar cuentos o novelas “redondos” (para lo cual, por otra parte, se sentía absolutamente incapaz) sino que podía dejarse fluir así, en los fragmentos, las anotaciones, las viñetas. Sabía, sin dudas, que el precio a pagar era alto. Sabía que para que toda su obra fuera publicada y leída como póstuma, primero debía morirse. En esa convicción, en 1977 se cansó de seducir a un crítico que lo explicara (Libertella), a un editor que lo publicara (Fogwill) y se concentró en educar a un albacea (Aira).
A César Aira le escribió el 18 de febrero de 1977: “Estoy viviendo días extraños, tranquilos y dolorosos al mismo tiempo. Es un dolor blanco. Escribo, pero todo lo que escribo pertenece al género de los ‘inéditos’, los textos póstumos de un gran escritor. Doble sabor de muerte y de gloria. Compensaciones miserables acerca de la perduración en cuya base están toda la asfixia, el desamparo y el terror. Empiezo algo con un vago proyecto de libro y rápidamente me desbarranco hacia la anotación y la curiosidad”.
Esta convicción, en alguien que no quería ninguna otra cosa que ser escritor, y escritor leído además, no podía llevar sino a un corolario de hierro: vivir para la muerte.