Los códigos civiles y penales vinieron después. Antes, mucho antes, Salomé Di Iorio conoció los del fútbol. Era una niña y ni imaginaba que algún día se iba a zambullir en esos libracos con normas, leyes y artículos, pero ya fatigaba canchas. Iba con su madre y sus dos hermanas: cuatro mujeres que recorrían estadios de equipos de ascenso y de Primera, plateas y populares, de local y de visitante. Ahí nació la pasión por el fútbol, la locura por verlo y por jugarlo. La vocación por el Derecho iba a tardar un poco más. Ni idea tenía por entonces la niña Salomé que años después iban a convivir la abogada de traje sastre con la árbitro de short negro. (¿Estará bien dicho “la árbitro” o se dirá “mujer árbitro”? Porque hablar de “el árbitro mujer” es medio ridículo. ¿Será, tal vez, “árbitra”?)
—¿Cómo tendr ía que decirte?
—¡Arbitra! –se apura Salomé–. Es una palabra que reconoció la Real Academia Española en 2001.